La vida sigue, solemos decirnos cuando la adversidad nos abate. La vida sigue, expresamos también a otras personas derruidas por desdichas similares. La vida sigue, clamamos supersticiosamente como requiriendo a la propia vida que nos aporte una razón, siquiera una excusa para ponernos en pie, para enderezarnos tan solo el poquito necesario para apreciar el frente, para readecuar el aliento, para suturar el ánimo. «La vida sigue –dicen–,/ pero no siempre es verdad», replica el poeta donostiarra Karmelo C.Iribarren. Yapostilla, «A veces la vida no sigue./ A veces solo pasan los días».
A veces la vida no pasa porque ya aconteció. Los días, claro, siguen pasando; pero son otros los que llevan la cuenta, los preocupados por llenar de vida la secuencia, los que siguen acompañando a los días en su seguir. A veces la vida no pasa porque concluyó, porque ya se dijo todo lo que en el tiempo que la vida duró se pudo decir. No hay para más. Hablar de 'languidecer', refiriéndonos al peregrinar en Primera de este Pucela, resulta capcioso, falaz. El lánguido confía en que su debilidad sea pasajera. Espera, ansía. Vive y acompaña a la vida aguardando un mejor vivir. Vivos permanecen los rivales del Pucela, incluidos los dos que le acompañarán en la inhumación bajo la tierra de Segunda. Ellos puntúan de cuando en vez, miran de reojo la clasificación con la esperanza de gatear, de evadirse. Él, mientras, aguarda una indubitable sepultura. Aguarda porque los tiempos son los tiempos, porque las matemáticas dictan números y asignan reglas, porque el médico o el juez o ambos han de certificar conclusa la deriva que hoy, sin esperanza, se asevera inmediata e inevitable. En momentos así, tenemos la sensación de que de nuestra biografía desapareció incluso lo que siempre consideramos imperdible; de que la vida artera nos birló hasta lo bailado.