Imagen de Luis Grañena, ctxt.es |
Susan Sarandon interpretó el papel de la señora Prejean, una monja
estadounidense que vive empeñada en la abolición de la pena de muerte, en una
película de Tim Robbins que en España se tituló, precisamente, ‘Pena de
Muerte’. En ella no se gasta apenas un fotograma en alentar el sentimentalismo,
no hay espacio para debates coyunturales. La condena capital no es cuestionada por
su irreversibilidad en caso de error, no; la discusión se plantea ‘a pelo’
sobre lo que supone institucionalizar la venganza, sobre lo que significa el
hecho de que una sociedad se arrogue la potestad de quitar la vida a una
persona por más que sus actos hayan sido perversos. Para lograr este objetivo
se nos presenta a Matthew Poncelet, un condenado a muerte maravillosamente
recreado por Sean Penn, que no deja ni un solo resquicio para la lástima, no
admite compasión. Se debate en términos éticos sobre el derecho a la vida de
una persona dejando al margen cualquier grado de empatía.
Esta honestidad ética e intelectual choca frontalmente con lo que está
ocurriendo últimamente en España y que la pasada semana se puso, una vez más,
de manifiesto en los alrededores del juicio a Cassandra Vera, la joven
condenada por entender el tribunal que 13 de sus tuits referidos al asesinato
del penúltimo presidente del gobierno franquista responden al delito de
humillación a las víctimas del terrorismo. Más allá de los análisis sobre la
tipificación del delito, de la pertinencia de ese tribunal de excepción que es
la Audiencia Nacional, de la diferente vara de medir en función de la
procedencia del exabrupto tuitero, produce vértigo comprobar cómo se establece
un debate social sobre la vida completa de la protagonista. Hemos asistido a un
espectáculo en el que se ha espulgado el pasado de Vera con el mismo denuedo
con el que mi madre lo hace con las lentejas, procurando encontrar cualquier
piedrecilla en su biografía que pudiera servir para presentarla como un ser
despreciable. A partir de ahí, la condena parecería justificada. Pero no se trataba
de juzgar su vida, sino unos hechos concretos.
La sentencia de la Audiencia nos
hace sentir menos libres; la del tribunal público nos refleja como una sociedad
incapaz de establecer un debate basado solo en argumentos, a pelo, sin espacio
para las trampas de la empatía.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 06-04-2017
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