Cuentan que allá por el 48, cuando se
estrenó Gilda en Madrid, hubo alboroto. El detonante fue el dichoso guante de
terciopelo que la Hayword se quitaba ante el pasmo de esa España hambrienta de
pan y libertad. Los que acudieron a esa sesión, en pleno delirio onanista,
percibieron que les robaban, exhibiendo una versión alicorta de la película, el
desnudo de la diva que hubiera saciado, siquiera fugazmente, sus deseos
cohibidos. Intuyeron censura donde no la había, porque la había incluso donde no
la intuían. Erraron de diana pero el disparo iba bien dirigido.
No se por qué, pero es un vicio intemporal
de cuanto liberticida ha enmugrecido nuestra historia: la represión de todo lo
que tenga que ver con la pernera. Del cateto refugio espiritual de occidente de
anteayer al eje del bien en boga, todo cacique ha encontrado en una amenaza
externa su excusa para, además de acallarnos con un “prietas las filas”,
apretarnos las nalgas.
Por momentos creemos que desaparece, pero el
celo puritano ante las conductas ajenas no descansa y nos amenaza desde los
púlpitos al menor descuido. Es un rugir tedioso que se torna en runrún
amenazador cuando detentan el poder político. Una revisión de la cruz y la
espada, una alianza en plena expansión cuyo epicentro es el salón de mandos del
mundo globalizado se ha erigido en portaestandarte de una moral regresiva que
sólo puede ser sostenida por enfermas mentes calenturientas. El escándalo
de la teta díscola de la Jackson ha sido
la espoleta de una campaña feroz que silenciará cualquier disonancia. La gala
de los Oscars es la primera víctima visible.
Aquí en la marca hispánica, las altas capas
en la jerarquía de la iglesia católica -reforzado su poder con prebendas del
gobierno amigo- alertan de las consecuencias de la liberación sexual, venenosa
madre de todo tipo de inmundicias. En este caso, causa de los malos tratos
propinados a las mujeres por sus parejas masculinas. Desde sus palacios
arzobispales deben creer que más allá de sus castas miradas todo es un lupanar
y ellos se ven legitimados en su empeño: que nos salvemos del abrasador fuego
al que estamos abocados para toda la eternidad. A ojos de los mitrados, la
liberación de la mujer es la manzana que Eva entrega al hombre para su condena
eterna. Visto así, ¿no merece Eva dos hostias? ¿No merece comprensión el cura
que toquetea a las niñas de su parroquia?
No hay comentarios:
Publicar un comentario