Unos huevos de codorniz, mejor dicho, la falta de ellos, tuvieron la culpa. El Conde Godofredo de Miramonte, fuera de su ser tras tomar un brebaje ofrecido por una bruja, había asesinado a quien pocas horas después tenía previsto convertir en su suegro. Asustado, Godofredo se encomienda al mago Eusebius quien le propone enmendar el hecho regresando al pasado. Le ofrece una poción que el Conde no duda en tomar. Pero el mago olvidó añadir el último ingrediente, los huevos, y el viaje de Godofredo junto a su escudero toma un sentido inverso al previsto lo que les lleva a aterrizar en 1992. Esta situación de partida le sirvió a Jean-Marie Poiré para idear su película ‘Los Visitantes’. En ella, a través de una serie de situaciones hilarantes que parten del enfrentamiento entre la concepción medieval del mundo de los protagonistas y la de nuestros contemporáneos, vemos continuas apelaciones al sentido común. Un sentido común que opera de forma diversa porque son diversas las experiencias de cada uno de ellos.
Ese enfrentamiento, obvio por la dispar procedencia de los personajes de ficción, pone de manifiesto un hecho menos visible cuando las personas que se enfrentan han vivido en realidades semejantes: escudarse en el sentido común es una coartada para reforzar aparentemente un discurso que no se sabe sostener con argumentos. Este sentido no es más que una respuesta basada en una suma de conocimientos y experiencias poco elaboradas que pueden aportar alguna pequeña solución ante situaciones concretas pero no puede ser el eje sobre el que se asiente una línea de conducta. Cuando algún dirigente se esconde tras él, en realidad muestra su cobardía y, lo que es peor, su sectarismo ya que pretende que su visión desde un solo plano se imponga a otras negando de raíz la visión de quien se opone. El parapeto del sentido común ofende, porque excluye del territorio de la razón a quien piensa distinto convirtiéndole en excéntrico, o bobo. De sentido común era hipotecarse en 2007, o eso parecía, exigir que por cada pueblo pasase un AVE o que cada ciudad contase con mil infraestructuras. Frases que se convierten en dogmas porque están revestidas de ese prurito aunque solo sea por haberlas escuchado mil veces.
Mil veces hemos oído antes de un partido que nada está escrito porque juegan once contra once pero no es lo mismo si entre esos once se encuentran Javi Martínez o Fernando Llorente que si no lo están. Y el Athletic sigue jugando con once pero parecen menos. A pesar de ello se ha impuesto, con justicia, a un Real Valladolid cuyo entrenador tomó decisiones con el sentido común. Bien parecía resguardar a Álvaro Rubio de una segunda cartulina enviándole a la ducha y dando entrada a Lluis Sastre. Pero este, recién llegado, no puede aportar tanto como el veterano mediocentro, probablemente el jugador más infravalorado por la afición si tenemos en cuenta la ratio entre reconocimiento y aportación.Bien parecía, digo, pero esa decisión marcó el fin de la presencia del Pucela. Álvaro no solo está, además está pendiente. No solo acompaña y cumple con lo que en principio se le requiere, además tira de sus compañeros, ordena su trabajo, da sentido a los movimientos colectivos y genera confianza. Es un futbolista cuya influencia en los partidos, aunque no siempre se note, está fuera de lo común. Un jugador de otra época, un visitante.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 3-09-2012
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