El traje, aunque lo llevaba
puesto, no parecía suyo. Como una pareja atrapada en su hipoteca, los
pantalones y la chaqueta compartían espacio en silencio, cada cual a lo suyo,
guerra fría bajo el mismo techo. La corbata pasaba por allí.
La máscara tras la que el
chico se esconde tiene una sonrisa dibujada, una mueca aprendida, la tristeza
de quien se ve obligado a exteriorizar lo contrario de lo que siente. Yo solo
soy una posible comisión, una cruz en su cuadro de visitas, unos euros a fin de
mes. Me extiende su mano, le ofrezco la mía. Habla a la misma velocidad con que
un tahúr mueve los dedos, arroja las palabras torrencialmente con la pretensión
de impresionar, de aletargar, de anular el silencio imprescindible para que la
razón de su rival, sí, ese al que sonríe, no encuentre el momento de hacerse
presente. Sus palabras son ruido, bullicio previo a una firma, alcohol para
llevarte a la cama, nada importa la resaca, nada saber quién es el dueño de la
ropa tirada en la habitación, una firma ahora, un polvo vulgar, un pobre
objetivo con el que poder sobrevivir.
Freno su ímpetu. Las
respuestas a mis preguntas no estaban incluidas en el guion que le enseñaron anteayer
en un cursillo intensivo. El volcán de su boca ya no está en erupción. Empieza
la fase de los latiguillos prefabricados, de las tablas a las que agarrarse
porque no pueden tener respuesta; todos las hemos escuchado, todos nos las
creemos porque no hemos dedicado ni medio minuto a constatarlas con nuestra
realidad cotidiana.
Nadie regala nada, me dice,
y menos en estos tiempos. Levanto la cabeza, le miro a los ojos y replico: piensa
en tu madre, en tu padre, en tus hermanos si los tienes, tu pareja, tus amigos
y repíteme despacio: nadie regala nada.
Este timbre había sido
infructuoso, se despide, cierro la puerta y pienso en todo lo que me han
regalado. No sabría cuantificarlo porque lo que se mide en valor no tiene
precio. Y más, precisamente, en estos tiempos, cuando más falta hace y más
aparece. Sonrío queriendo dar las gracias a todas esas caras que en ese rato
volvieron a hacerme feliz.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 6-09-2012
Pues tu relato.. me ha gustado. ¡Cuántas cosas decimos al cabo del día, a la ligera!
ResponderEliminarHas retratado fielmente al parlanchín que por otra parte tiene que ganarse la vida así, maltratando al oyente.
Gracias por dejarme entrar en tu casa... y recordarme que sí nos regalan, y mucho.
Un saludo.
Rosy,
Desde mi pinar.
Este artículo lo recomendaría leer a todos aquellos vendedores agresivos, de esos que nos encontramos muy a menudo en la calle. Cada día nos ofrecen productos diversos: alarmas, suscripciones para comprar libros, hacernos socios de una ONG, etc. para sacarnos el dinero que muchas veces no tenemos o que necesitamos para vivir.
ResponderEliminarA esos vendedores/as agresivos les encantaría tener otro trabajo más agradecido y mejor pagado.
EliminarEs muy bonito el artículo, pero lo de regalar habría q ver el q y cómo. Me acerco más al dicho del vendedor, ni siquiera tu familia te regala nada, todo es a cambio de algo.
ResponderEliminarTu familia te quiere si tu la quieres, si pasas de ella, ella pasa de ti. La gente cariñosa recibe cariño, la gente agresiva se ve en problemas constantemente.
Nadie regala nada, en tiempos de crisis menos, nos volvemos más egoístas, menos solidarios, más agresivos.
Besos