Debe ser porque el Real
Valladolid ha visto tantas veces las orejas al lobo que, pese a que los puestos
de descenso han estado siempre lo suficientemente lejos, seguía vivo el miedo a
ocupar una de las tres últimas plazas. Bien, ya no hay razón, tras el bosque
llega el claro y la estación está a la vista, el tren de primera saldrá la
próxima temporada y el Pucela tiene ya el billete en la mano. Lo irracional ha
sido, en todo caso, que ese miedo atávico no haya desaparecido antes. Parece
que, en este caso, más que el instinto de supervivencia, lo que prima es la
incapacidad para disfrutar de una buena temporada y, más aún, la ausencia de
aspiraciones, no vaya a ser que, pasadas unas semanas, nos demos de bruces con
la realidad. Y digo que me sorprende porque me parece que estamos ante una
inversión de papeles entre la vida y el juego. Mientras que es sensato poner
saber quiénes somos y de dónde venimos y así fijar los pies en el suelo cuando
se trata de abordar nuestro presente y nuestro futuro, hemos vivido como si los
derechos sociales fuesen invulnerables hasta que comprobamos que nanay, que lo
que no se defiende se termina perdiendo. En el juego, y el fútbol no es más que
eso, tenemos capacidad para soñar, para aspirar a lo que no somos, para
fantasear, porque el riesgo no deja de ser menor, y sin embargo nunca pensamos
que nada es definitivo hasta que las matemáticas así lo atestiguan. Al final,
el error consistía en jugar la vida y vivir el juego, en haber convertido
nuestro día a día en una apuesta de la que no somos más que fichas, y al juego
en una vida paralela. El juego, al fin, debería ser la sublimación de ese
instinto competitivo para mejor convivir después. Morir metafóricamente en la
pista, para vivir mejor fuera de ella.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 12-05-2013
Publicado en "El Norte de Castilla" el 12-05-2013
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