lunes, 4 de abril de 2016

HE SIDO YO, HE SIDO YO


Empecemos por el final. Lo que otrora, no hace tanto, se tuvo, pongamos por caso la estabilidad laboral acompañada de unos ciertos derechos, de repente, se ha esfumado, no es más que un vaporoso recuerdo. La gente sufre impávida estos reveses como si nada pudiera hacer; como si la solución, de haberla, estuviera en manos de otros. Asisten desesperanzados, observan los acontecimientos con absoluto descreimiento, no albergan sensación alguna que les haga intuir que algo, lo que sea, pueda voltear la situación. Sus rostros denotan cierto hartazgo, incluso se podría decir desafección. Lo que podría haber parido rabia ha engendrado, sin más, anonadamiento. Ya ni se piensa en cómo fue antes, en cómo pudo haber sido. Ni, por supuesto, se cuestiona cómo se ha llegado hasta aquí. Insertos en esta situación, cualquier cosa que la mejore -o la prometa mejorar- se convierte en el clavo en el que se agarra la esperanza. Cualquier cosita, un pequeño cambio, se celebra como si fuera la panacea. Los que se consideran a sí mismos protagonistas necesarios para haber obtenido esas migajas se enseñorean ufanos dispuestos para recibir los aplausos del tendido. Hasta que, ya en frío, caemos en la cuenta de que lo que se ha conseguido, todo lo más, es celebrar que no se va a mucho peor.

Corría ayer el minuto noventa y el Valladolid, de nuevo, otra vez, estaba ahogando las ilusiones de su afición que habitaba en la inopia de ‘lo que pudo ser’. Estaba perpetrando otro jalón más de sus rebajas futbolísticas, culminando otro fiasco, por el resultado y, sobre todo, por el juego. Salvo en un periodo de diez minutos,en el que, impelido por la rabia del gol recibido y tirando de corazón, tuvo tres ocasiones, el partido del Pucela fue otra pieza digna de ser expuesta en el museo de los horrores. En ese momento, Juan Villar atinó con la portería rival consiguiendo el empate con un gol propio del buen jugador que es. Un punto que se creía perdido volvió al zurrón. Poca cosa, casi nada si nos percatamos de que, en realidad, se perdieron dos. Menos aun si consideramos que se venía de patinar la semana pasada y el desaire era una mancha de tinta que cae sobre un borrón. Juan Villar, minuto noventa pasado, se mostró tan ufano como aquellos líderes políticos que alardean de haber frenado el decrecimiento o los que nos quieren convencer de que su sola presencia hará que los acontecimeintos giren en otro sentido. Salió corriendo hacia la grada a reclamar su mérito, a recoger el aplauso, sin percatarse de que, aunque poco, aún quedaba tiempo para intentar conseguir el objetivo completo. En su cabeza cobró más importancia ‘su’ gol que las necesidades del equipo y así lo quiso hacer saber gritando algo parecido a «he sido yo, he sido yo». Tuvo que llegar Pedro Tiba, agarrarle de la camiseta y explicarle con una mirada que su vanagloria estaba de más, que solo servía para laminar la mínima posibilidad que aún restaba. Tiba, el hombre, tuvo que poner esa cordura que el gol había apagado en Juan Villar, pero no solo eso: en un partido para olvidar, en el que el equipo fue ese traje viejo que se deshilacha en cuanto lo aprietas con el dedo, el portugués intentó a veces zurcir, a veces remendar. Pero no tuvo manos para coser a tiempo tanto roto como se iba produciendo. Cabe el consuelo de los tontos, el mal del resto; ya que es tan bajo el nivel de la categoría, cabe la posibilidad de que la moneda caiga de canto, pero lo cierto es que estamos ante una de las peores temporadas del club. Un curso que solo se salvará si ocurre un milagro o, y esto sí depende exclusivamente del Valladolid, sirve para escarmentar: asumir que este no es el camino, retornar e implementar otro modelo.


Publicado en "El Norte de Castilla" el 04-04-2016

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