Seguro que se acuerdan de aquellos años en que cada día en la portada de
los periódicos de esta ciudad, de cualquier ciudad, aparecía la foto de un
alcalde o un presidente de la Comunidad inaugurando un puente, un aparcamiento
o unos kilómetros de autovía. Sí, venga, hagan memoria, no hace tanto. Se
acuerdan, seguro, de cuando en los presupuestos de cualquier institución
sobraban los ceros a la derecha y todo se podía hacer o, al menos, hacer creer
que se podía. La ciudad que no tenía aeropuerto pedía uno; la que no tenía
línea del AVE, la exigía –tenemos derecho, decían, faltaría más-. Los debates
que se lanzaban entonces al aire eran más de índole geográfica que económica,
la cuestión no era si se necesitaba y por cuánto nos saldría un, pongamos por
caso, palacio de congresos sino cuál sería la ubicación ideal o, en todo caso,
cómo tendría que ser de grande. Seguro que, de la misma manera, recuerdan que
en las vísperas electorales, el sentir que se palpaba era de una aquiescencia
general que se transmitía con aquellas frases que se repetían como coletillas en
cada rincón: “El alcalde habrá hecho cosas mal, pero ¡qué bien ha dejado el
centro!, ¡qué limpia tiene la ciudad!”. Los prebostes exhibían ufanos su
balance constructor y volvían a ser reelegidos una y otra vez. De tanta palmada
real o metafórica, buena parte de ellos llegaron a creerse su propia mentira,
la de que gestionaban bien. En realidad, simplemente, administraron la
abundancia y sobre ese hecho circunstancial, unos medios más que adecuados, se
deberían realizar los balances. Quienes llegaron después a ocupar los sillones
de las distintas alcaldías, por el contrario, tuvieron que lidiar con la
escasez y con las nuevas limitaciones legales que coartaban buena parte de la
autonomía municipal. Comparar un gobierno con otro basándose sin más en lo que
se construyó en cada época resulta, por tanto, ridículo. Cuando este modo de
cotejo parte de la boca de algún regidor anterior es, llanamente,
patético.
Las cosas, las mismas cosas, no tienen igual valor en un momento que en
otro. El viernes, por ejemplo, el Valladolid hubiera considerado como parco el
botín de un punto en Miranda. El sábado por la noche, tras la derrota del
Huesca, ese mismo empate se habría antojado como un resultado aceptable tirando
a bueno. El domingo a la una de la tarde, una vez habiendo visto el desarrollo
de la primera mitad del partido pucelano –ventaja de dos goles, un rival que
era el colista y además diezmado por la expulsión de su portero y que, por si
fuera poco, jugaba atenazado y mostraba síntomas de nerviosismo porque se
esfumaba la última oportunidad de evitar el inminente descenso- cualquier cosa
que no fuera ganar ni se contemplaba como posibilidad. Una hora más tarde, en
el ánimo blanquivioleta, el punto, ya cierto, traspasaba la categoría de pobre.
No fue un punto triste, fue algo mucho peor: un triste punto. Una miseria
contable que en el imaginario de la afición no servía para sumar uno sino para
restar dos. Si el Mirandés era ‘El último de la fila’, el Pucela se hizo
acreedor del nombre previo de la banda de Manolo García y Quim Portet: `Los
burros’.
El partido del Pucela, aun no habiéndose producido el grotesco colofón
del postrer empate, estaba siendo desesperante, lamentable. Cuando tenía en la
mano dar un golpe encima de la mesa y transmitir una sensación de seguridad que
podría atemorizar al resto de los rivales, ofreció un juego que ha tenido que
dejarles a ellos mismos llenos de dudas. En realidad estábamos avisados: si
algo se ha mantenido constante en este equipo a lo largo del año, ha sido su
irregularidad. De hecho no ha hilvanado una serie de tres victorias consecutivas
en los treinta y nueve disputados. Siempre, tras dos victorias, cuando el ánimo
parecía emerger, había llegado un reventón que lo bajaba de golpe. Pero si en
otros casos la imagen en las derrotas podría considerarse erótica, se mostraban
las carencias, se insinuaba la desnudez; en Miranda ha sido pornográfica.
Claro, que ese mismo comportamiento espasmódico es el que nos mantiene
aún en vilo, es la esperanza a la que podemos agarrarnos. Si nos ceñimos a lo
de ayer, la promoción, y ya no digamos salir airosos de ella, resultaría una
quimera. Pero también hemos visto lo contrario; que tras un esperpento, el
equipo se rehacía. El tiempo dirá, la irregularidad no es apta para hacer
predicciones. No esperen en el futuro, sin embargo, grandes palacios de
congresos, ni aeropuertos llenos de aviones. Los tiempos no están para eso.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 22-05-2017
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