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Durante muchos años, casi todos los que él podía recordar, había puesto su empeño de forma obsesiva en evitar que cerraran las escuelas del pueblo. Cada año las dificultades variaban. Unas veces tuvo que enfrentarse a una decisión política que pretendía agrupar en un solo centro a la escasa chavalería de los pueblos adyacentes. Otras, a la realidad demográfica de su municipio que, por temporadas, no daba más de sí de forma que no se sobrepasaba el límite mínimo exigido para que la escuelita se mantuviera abierta. Cuando los problemas venían desde la Administración, dedicaba sus días a intentar doblegar aquella decisión. Si no pasaba las horas escribiendo alegaciones lo hacía saltando de despacho en despacho de las autoridades implicadas o participando en asambleas con el resto de sus paisanos. Al final, no cejando en su empeño, siempre consiguieron salirse con la suya. Más difícil fue cuando el inconveniente para que el centro escolar permaneciese abierto durante un determinado curso tenía que ver con el número, cuando no había niños suficientes. Entonces, nuestro protagonista se las apañaba para encontrar alguna familia foránea que, además de tener hijos en edad escolar, estuviera dispuesta a empadronarse en el municipio. Hizo todo lo imaginable para el acomodo de al menos tres familias, con lo que salvó durante tres cursos la vida de un centro eternamente condenado a la extinción. Cada año que lo lograba, que torcía la voluntad administrativa o solventaba el problema numérico, salía a celebrarlo con el resto de sus vecinos. Mas cuando estos le solicitaban un brindis esperando unas frases eufóricas, él se limitaba a reseñar –de nuevo– la importancia del logro, «mientras haya escuela, hay esperanza», alentanto a mantener las orejas tiesas para adelantarse a las dificultades que pudieran sobrevenir al año siguiente. Siempre, eso sí, sin que se le desdibujase la sonrisa. Hasta ayer. Al llegar a casa, su pareja se había armado de fuerza y fue capaz de decirle lo que llevaba meses rumiando, que alababa su dedicación a la causa pero que así no podían seguir. Le abrazó y se fue. De repente, él sintió sobre su espalda el peso de la abrumadora soledad. El esfuerzo que año tras año permitió que se lograran pequeños triunfos colectivos tenía como consecuencia la certidumbre de su mayor fracaso individual.
La dedicación a la causa de Óscar Plano está fuera de toda duda. El fichaje del madrileño es uno de esos aciertos indiscutibles. Contribuyó de forma sustantiva al ascenso y habrá de ser pieza fundamental si el Pucela pretende asentarse. Ayer, sin embargo, mientras se paladeaba la primera victoria, mientras las manos iban solas a la cabeza tras la volea soñada de Nacho, Plano lloraba en el banquillo. Su hombro, el dolor, el miedo, mandaban. En esos momentos, lo colectivo pasa a un segundo nivel, lo individual se impone.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 28-09-2018
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