Foto El Norte |
Pretendía volver a casa de mis padres para
pasar la Nochevieja. El tren me acababa de dejar en aquel pueblo, pequeño ma
non troppo, a unos veinte kilómetros del mío. Como hacía tiempo que no había
tomado esa ruta, quise asegurarme y pregunté al primer vecino con que me crucé.
-
Es ya de noche, hace mucho frío y hay no menos
de una docena de kilómetros, ¿no será mejor que llame y le vengan a buscar en
coche?
Creo que mi sonrisa fue
suficiente para convencerle de que la decisión estaba tomada por más que el sol
se hubiera escondido unas horas antes y de que fuese la víspera de fin de año. El
hombre estiró el brazo y con su dedo me indicó el camino.
-
¿Ve usted esa ermita? Bien, pues llegue a ella y
una vez allí tome el camino que sale de frente. Siga usted todo recto, no tiene
pérdida.
Eso hice, pero no debió
de ser tan así pues al poco me topé con el brocal de un pozo que ponía punto
final al camino. Era obvio que me había equivocado, que en algún punto había
perdido la línea recta y me había desviado. Media vuelta. Volver al punto de
partida no suponía riesgo alguno, los destellos de las luces de las farolas del
pueblo de partida eran visibles a esa distancia y me servirían de guía, no
cabía pues la posibilidad de quedarme perdido en tierra de nadie.
De nuevo en la ermita. De
frente solo hay un camino. En cualquier caso con la mirada no encuentro nadie a
quién preguntar. Minutos más tarde, el mismo brocal, el mismo pozo. Maldigo. No
me queda otra que volver. Por tercera vez en el pueblo de partida, ahora me planteo
pasar la noche allí y reintentar el viaje con la luz del día. Me adentro en el
pueblo. Encuentro abierto un bar, entro y pregunto. Nada, no hay ningún hostal,
albergue, ni nada parecido. Trenes para volver a Pucela, a esas horas, tampoco.
La única opción cabal era llamar a mi padre para que me fuera a buscar aunque
ello supusiera aguantar el chorreo.
De repente sonó el
teléfono.
-
¿Qué tal
remataste? Supongo que ya estarás en el pueblo.
Cuando le conté la odisea
le entró la risa floja.
-
Lo que mal empieza… Voy a buscarte, ¿no?
Unas horas antes me había
encontrado a mi interlocutora cuando yo volvía al vestíbulo de la estación
pucelana después de que un revisor no me hubiera permitido subir con mi bici al
tren inicialmente previsto. Como ella volvía a casa sin prisa y yo tenía tiempo
hasta el siguiente tren, bien venía un café con puesta al día.
A la segunda tampoco tuve
mejor suerte. Me acerqué al andén cinco minutos antes de la hora anunciada de
salida. En la vía correspondiente había un tren. No podía ser otro que el mío,
pensé. Subí y arrancó, sí; pero caminaba en el sentido opuesto. Había vuelto a
liarla. Llamé a mi amiga para regodearme en mi impericia.
Bajé de ese tren en la
primera estación que pude, Venta de Baños si no recuerdo mal. Allí estuve
esperando hasta encontrar otro tren que me trajese a Pucela para buscar una
tercera oportunidad. Esta fue la buena, la que dio inicio a todo lo que ya les
he relatado, a la segunda parte de torpezas, despistes y pérdidas.
Así que allí estaba, en
aquel pueblo sin sitio donde dormir, muerto de frío, pasadas las doce de la
noche. Hasta que en el último minuto, cuando empezaba a pensar en
claudicar, el árbitro me pito un penalti
a favor
-
Voy a buscarte, ¿no?
A diferencia del lanzado
por Michel, aquí no había Dimitrievski que me lo pudiera parar. De lo contrario
me hubiera arrecido. O peor, hubiera tenido que aguantar a mi padre.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 06-01-2019
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