En las tarde-noches desocupadas
de verano, cuando aparece algún incauto jovenzuelo recién llegado al pueblo, la
chavalada de la generación del forastero organiza una quedada para salir a
cazar gamusinos. Se le explica que los participantes han de separarse con el
objeto de rastrear el mayor terreno posible y, mostrando la mayor cara de
sorpresa posible, ante la segura pregunta sobre cómo son los gamusinos, se le
responde con alguna vaguedad, que si es inofensivo, que ni grande ni pequeño,
que hay que estar pendiente porque salen y entran rápidamente de las huras...
El resto, ya lo conocen. Mientras el visitante, saco en mano, recorre
infructuosamente las afueras de la localidad, los embaucadores vuelven al
pueblo y esperan su regreso para celebrar juntos.
Claro, que también existe una
versión de estos juegos de acogida a la que se recurre en los momentos de
ocupación: al estar la chavalada faenando en alguna labor de la que el
visitante desconoce los entresijos, para no tener que estar pendiente de él, se
le encarga 'ir a buscar la pantómetra' a casa de –normalmente– las personas que
le alojan. Si pregunta al respecto, se le contesta con una larga cambiada, ya
lo vería cuando la trajese. Al final, como el forastero no lo sabía, la
pantómetra era lo que cada cual quería que fuese, una amalgama de trastos
sobrantes con la que llenaban el saco que habría de cargar de vuelta.
Ocupados en otras cosas como
están los –iba a escribir rivales– equipos que juegan su partido ante el Real
Valladolid, uno tras otro, se quitan de en medio al Pucela como a un
desprevenido y desubicado forastero mientras transcurre el tiempo de espera para
que sus tres puntos preasignados se conviertan en oficiales.
La cuestión es que a este
incauto forastero en una categoría que no le corresponde le apetece poco
celebrar las bromas, reír la gracias. Más que nada porque, en vez de recibirlo
con una sonrisa, le despiden como una insignificante molestia. Y consciente además
de que habrá de caminar hasta no sabe cuándo con el lastre de la pantómetra, un
saco cargado de utensilios inservibles para la próxima encomienda.
Mientras, aún en esta,
corresponde relatar un partido idéntico al pasado, al pasado del pasado y al
posterior. Una especie de cansina condena que recuerda al pobre Sísifo pero
empeorado. El equipo blanquivioleta ni se afana por una vida inmortal ni agota
el ámbito de lo posible. No corre el riesgo de que la roca ruede monte abajo
desde la cercanía de la cima porque no ha la ha alzado ni un palmo. No cabe
vuelta a empezar porque el primer empezar se mantiene pendiente. Ni los dioses
le atarean porque no necesitan condenar a quien no les reta. Albert Camus,
mediante este mito griego, pretendió reflexionar sobre el suicidio. El
filósofo, por lo demás buen aficionado al fútbol, portero en sus tiempos mozos,
habría encontrado material de sobra para profundizar en su reflexión. Al final,
Sísifo representa el esfuerzo sin premio, la labor que se desvanece antes de
alcanzar el objetivo. El absurdo de la existencia aumenta cuando ni siquiera es
posible el engaño a priori, cuando no existe músculo ni para deslizar la piedra
unos centímetros.
El fútbol, eso sí, permite vida más allá de la
muerte. Siempre ofrece una revancha. Vida al fin, aunque haya que acarrear un
lastre que te lo cargaron tiempo atrás así, a modo de broma.
Publicado en El Norte de Castilla el 21-4-2025
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