El camino de
la dictadura franquista a la democracia actual, la transición, se trazó con el
lápiz del miedo. Unos temían que sus tripas colgasen del palo mayor como
responsables políticos de la dictadura si el pueblo se soliviantaba; los que
acababan de ser legalizados temían que las tripas que colgasen del palo fueran
las suyas si los poderes fácticos reinstauraban la tiranía. Entre el miedo de
unos y el pánico de otros, se pergeña un sistema electoral que, de facto,
destruye el espíritu constitucional que asigna a cada cargo electo una libertad
inviolable por mandato imperativo. Así, entre una asignación de escaños por
circunscripciones que anula los votos de los partidos no mayoritarios y una
elección en listas cerradas y bloqueadas, las oligarquías se perpetúan en el
poder articulado ahora bajo las estructuras de organizaciones políticas
mayoritarias en las que una mínima disidencia acarrea la guillotina en cuya
tajadera se lee “disciplina de partido”. Por eso, mientras en Inglaterra dimite
un ministro y la mitad de los diputados del partido del gobierno se oponen sin
remilgos a las propuestas bélicas de su presidente, aquí no se mueve ni dios de
su sillón. Aunque en la intimidad maldigan a ese cateto a babor que babea ante
su capitán en la Cumbre de los Ozores.
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