En todas las casas
cuecen habas y ningún cocina se libra de discusiones sin fin que se hilan entre
padres e hijos cuando se utiliza como argumento de fuerza la comparación con un
tercero. Hoy es un Roberto puede salir
los sábados hasta las tres y a mí no me dejáis volver después de la una que
tiene como inexorable réplica a mí me
importas tú, lo que hagan o dejen de hacer los demás me la trae al pairo.
Días después la rueda
gira y esta vez el reproche viene generacionalmente de arriba, te has pasado toda la tarde por ahí sin
hacer nada, mira tu primo Ángel como aprovecha el tiempo, luego, claro, el
aprobará todas, no como tú y la respuesta, igualmente inexorable, no se
hace esperar. No decías que los demás te
la traían al pairo, pues deja de compararme con mi primo.
Esta tensión argumental
no tiene salida porque el debate entre dos interlocutores con distintas
aspiraciones no puede tener sostén. Mientras unos pretenden suplantar el
sentido del deber que creen que falta a los otros, estos ansían vivir sin
límites impuestos, ni interferencias. El debate entre posturas inmiscibles es
racionalmente ridículo pero sumamente atrayente, de forma que, así nos descuidemos,
estamos inmersos en uno de ellos. Lo peor es que, como es imposible el acuerdo,
nunca terminan. Como contrapartida, para qué negarlo, disfrutamos chapoteando
en semejante absurdo.