Aunque nació en Florencia, San Felipe Neri adquirió el reconocimiento de
apóstol de Roma, ciudad en la que inició el movimiento que posteriormente, tras
una bula promulgada por Gregorio XIII, se convertiría en la Congregación del
Oratorio cuya principal peculiaridad consiste en que sus miembros no están
sujetos a voto alguno. Cada uno de ellos pretende, sin más y no es poco,
acercarse a la idea originaria de su fundador. En su origen, los primeros
seguidores del santo dedicaron sus esfuerzos a la formación de los más jóvenes
con el firme objetivo de salvar sus almas.
De los jugadores del Villarreal B no sabremos si salvarán su alma pero
se asemejan a los ‘oratorios’. Siguen a pies juntillas los ideales
futbolísticos originarios de su club y que han sido el vértice de un éxito que
ya dura una década. De cada uno de ellos podemos ensalzar un buen número de
virtudes pero están tan pendientes de su brillo individual que no asumen el
compromiso colectivo que supone el voto en los miembros de cualquier orden
religiosa. O en eso o en la falta de mordiente de quien no ha tenido tiempo de
retorcer el colmillo se puede atisbar una explicación a un partido
incomprensible por su asimetría pues mientras en la primera mitad los pipiolos
amarillos vivieron en su área y mostraron su liviandad defensiva, en la segunda
mostraron su impericia para crear peligro en la rival. A nadie le hubiera
sorprendido un cero-cuatro al descanso de la misma manera que nadie se habría
mostrado perplejo si al final del partido el marcador hubiera señalado un
empate. Los del filial fueron protagonistas de un milagro tan absurdo como el
que nos descubre Enric González en ‘Historias de Roma’ y que atañe al propio
Felipe Neri quien en marzo de 1583 resucitó a un joven de una de las familias
más ricas de la ciudad, pero Paolo, que así se llamaba el exmuerto, prefirió el
estado de postración y volvió a morirse.
Los vallisoletanos asistieron atónitos a ese milagro interruptus. Se sintieron tan cómodos en la primera parte que pareciera que jugaban contra sus hijos: jugaron tan blando que solo cometieron una falta, creaban peligro pero no terminaban de rematar las ocasiones como si, con ese punto paterno de condescendencia, quisieran dar vidilla a la cosa. Entre todos, otra vez, Álvaro Rubio parecía el padre con más recursos y solo le faltó arbitrar mientras jugaba. Pero los Paolos de amarillo volvieron a la vida. Los padres perdieron el resuello o los hijos el respeto; el sentido del juego viró y vivimos la segunda mitad más larga de la temporada porque los chavales metieron el miedo en el cuerpo a los pucelanos. Al final todo terminó como lo hace un mal sueño, un poco de taquicardia, algo de sudor y cara de haber sufrido un atropello pero con los órganos vitales en su sitio. No puede decir lo mismo el rival cuya resurrección fue tan estéril que solo duró cuarenta y cinco minutos para volver a habitar bajo el túmulo de la derrota.
Cuando el árbitro silbó, las caras pucelanas eran un muestrario de
alivios, pero antes, una hora antes, hubo una preocupante, la de Javi Guerra
que, tras anotar el gol, mostraba más pesadumbre que la alegría lógica de quien
marca. Si Rubén Darío estuviera vivo le dedicaría sus versos más conocidos: «La
princesa está triste ¿Qué tendrá la princesa? Los suspiros se escapan de su
boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha perdido el color». A ver si solo
es un síncope porque más que orar queremos festejar, cosa difícil sin la
alegría del gol.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 21-04-2012
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