En todas las casas
cuecen habas y ningún cocina se libra de discusiones sin fin que se hilan entre
padres e hijos cuando se utiliza como argumento de fuerza la comparación con un
tercero. Hoy es un Roberto puede salir
los sábados hasta las tres y a mí no me dejáis volver después de la una que
tiene como inexorable réplica a mí me
importas tú, lo que hagan o dejen de hacer los demás me la trae al pairo.
Días después la rueda
gira y esta vez el reproche viene generacionalmente de arriba, te has pasado toda la tarde por ahí sin
hacer nada, mira tu primo Ángel como aprovecha el tiempo, luego, claro, el
aprobará todas, no como tú y la respuesta, igualmente inexorable, no se
hace esperar. No decías que los demás te
la traían al pairo, pues deja de compararme con mi primo.
Esta tensión argumental
no tiene salida porque el debate entre dos interlocutores con distintas
aspiraciones no puede tener sostén. Mientras unos pretenden suplantar el
sentido del deber que creen que falta a los otros, estos ansían vivir sin
límites impuestos, ni interferencias. El debate entre posturas inmiscibles es
racionalmente ridículo pero sumamente atrayente, de forma que, así nos descuidemos,
estamos inmersos en uno de ellos. Lo peor es que, como es imposible el acuerdo,
nunca terminan. Como contrapartida, para qué negarlo, disfrutamos chapoteando
en semejante absurdo.
Del fútbol manan muchas
de estas discusiones imperecederas, quizá la más destacada de todas es la que
enfrenta el jugar bien y el ganar. Como si jugar bien fuese sinónimo de derrota
y jugando mal se garantizase el triunfo. Además, como entre padres e hijos,
cuando los argumentos se acaban, se enumeran ejemplos como fuente de autoridad.
La del fútbol, además, es una historia que se escribe sobre la marcha y los
últimos acontecimientos suelen cargar de razones (que no razón) sobre la marcha
a los de uno u otro bando. ¿De qué le sirve al Barça jugar bien si al final es
eliminado? Es mejor resistir y esperar, mira el Chelsea. Ayer, durante el
descanso en Zorrilla, se recreó este ficticio debate entre los aficionados
locales. Ocho ocasiones de las de sí o sí, un gol anulado, un remate al
larguero, cuando de repente, mientras desenvolvíamos los bocadillos, el
Cartagena marca un gol. Si la realidad supera a la ficción, el partido que
presenciábamos no desmerecía al que habíamos visto por la tele.
En ese trance, cuando lo
estás haciendo bien aunque estés lejos de tu objetivo, los cánones imponen
paciencia y el sistema nervioso aceleración. Djukic, más nervioso que canónico,
retiró el pincel de Alberto Bueno para dar entrada a la brocha de Manucho. Para
saber si acertó habría que comparar lo que pasó con lo hubiera ocurrido si hubiera
sido paciente, pero eso es imposible. Lo cierto es que la presencia del angoleño
nubló las meninges de Kijera, quien atemorizado por su presencia, decidió
agarrarlo antes de permitir un remate. Penalti, expulsión del defensor
cartagenero y gol. Llovía menos en un campo que tronó como nunca aunque no
había más que los de siempre. El Valladolid, erre que erre, pero que nones, el
paso del tiempo daba la razón a Einstein, los minutos parecían segundos hasta
que Jofre puso el alma en su pie izquierdo para derribar la Reina que defendía
la puerta visitante. Pero quedaban vivos algunos peones albinegros, ahora los
relativos segundos duraban como minutos. ¿Jugar bien o ganar? ¿Ser rico o
feliz? Hay ejemplos para todo pero que no sirven para nada, al final, como escribió
Eugenio D´Ors, lo que no es tradición es plagio. Aunque no todos los cuentos
terminen igual.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 29-04-2012
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