Todos los capítulos eran aproximadamente iguales o al menos así los recuerdo, pero puede que la memoria me falle, bien porque han pasado cerca de cuarenta años o porque la percepción de un crío de apenas nueve años tiene más que ver con lo que disfruta que con lo que en realidad ocurre. El caso es que en el año en que se iba a aprobar la constitución, los niños de aquel entonces esperábamos con ansia la llegada de la sobremesa del sábado. Ese día comíamos con ansia para después tomar como postre una nueva aventura de Mazinger Z. El enorme robot diseñado por el anciano Juzo Kabuto y pilotado por su nieto Koji luchaba a brazo partido frente a la fuerzas del mal impulsadas por el perverso doctor Hell. Es imposible , como sabemos, derrotar definitivamente al mal, porque este, con la misma fuerza que muere, resurge para acompañarnos eternamente. La victoria de Mazinger era un imposible metafísico. Todo lo más, podría obtener un triunfo temporal, una alegría cuyo efecto habría de ser de muy corto alcance: al día después tendría que volver a empezar. La batalla de los Kabuto parecía, vistas así las cosas, una quimera: nunca podrían vencer. Una quimera, sin embargo necesaria.
Cada capítulo de esta desigual batalla, decía, repetía el mismo esquema: el mal vencido en el capítulo anterior se regeneraba. Mazinger le hacía frente y, tras un primer encuentro, nuestro protagonista terminaba poco menos que para dejarle en un desguace.
Sufríamos viendo a nuestro héroe convertido en un montón de chatarra, aunque sabíamos que -como en todos los capítulos anteriores- en la parte final el doctor Juzo le dejaría de nuevo hecho un pincel dispuesto para una segunda acometida, en el fondo temíamos que un día no fuese así. Hasta que volvía a ser y celebrábamos un nuevo triunfo sobre el mal.
Pues bien, me temo que algo de aquella secuencia de los capítulos ha anidado de forma definitiva en mi cabeza porque últimamente, cada vez que veo un partido del Pucela, tengo aquella sensación infantil. Siempre ocurre algo que trastoca todo, siempre besa la lona tras un primer golpe, siempre - cuando no es un gol es una expulsión y cuando no, las dos cosas a la vez- empieza con el cuerpo roto. Luego toca la reconstrucción. Es en ese momento cuando siempre creo que la caída solo es parte de la intriga que el relato futbolítico nos ofrece; que, en realidad, no es más que un añadido, una licencia, para convertir en épico el triunfo que estaba por llegar. Es irremediable, hasta el último segundo mi cabeza dibuja el pase, el disparo, la jugada que solucionará el entuerto. A veces, incluso, ocurre. Pero son ya muchas las veces que el Real Valladolid dibuja en los noventa minutos del partido solo la primera mitad de un capítulo de Mazinger Z, aquella en que queda hecho añicos. Después se suceden en retahíla las buenas intenciones, los momentos en los que el fútbol parece fluir, incluso, algún atisbo de poderse levantar. Pero nada, y ya va una vez, y otra y otra. Ayer se volvió a repetir la secuencia, casi no había comenzado el partido y ya, sin saber ni cómo ni por qué, el marcador se había convertido en un bloque de hormigón encadenado al tobillo pucelano. Aun así, tuvo arrestos para medio salir a flote. ¿Ves?, pensaba yo para mí mismo, al final Koji endereza la situación. Pero no. Otro golpe, otro bloque de hormigón en el otro tobillo, hundió definitivamente a nuestro frágil Mazinger.
Así van ya dieciséis capítulos. Parece que algo mejora pero, de momento, nada fructifica. Quizá todo sea una trampa para alimentar la emoción. Toca seguir esperando que el abuelo Juzo Portugal ponga en pie a este deslabazado robot que mejora en apariencia pero no en eficiencia. Toca, porque, visto lo visto, sin esperanza no nos quedaría ni el ánimo.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 06-12-2015
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