Imagen tomada de Iglesia en Valladolid |
No sé por qué, ando barruntando que jamás voy a recibir el encargo de
pronunciar el Sermón de las Siete Palabras. Ya, ya sé que no obra en mí ninguno
de los atributos requeridos, pero oye, tampoco juego a la lotería y, a veces,
cuando el fin de mes acecha con el martillo, pienso que un pellizco me ayudaría
a dar ese gran salto que lleva de la penuria a la simple pobreza. Bueno, para
eso también pienso en dejar de fumar. A lo que íbamos, dado que nunca me podré
encaramar sobre lo alto de una peana en la Plaza Mayor de la capital para este
menester, aprovecharé esta ocasión que se me brinda:
Primera Palabra: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Apenas habían pasado media docena de minutos y se acabó el camino llano, la
cuesta se empinaba más de la cuenta. Parecía que los jugadores no eran
conscientes del significado del partido, de la importancia de entrar
enganchados desde el minuto cero. Perdónales (vaya, que esto es Valladolid),
decíamos con la esperanza de una redención en forma de remontada.
Tercera Palabra: “Mujer, ahí tienes a tu hijo; hijo, ahí tienes a tu
madre”. Otros seis minutos transcurrieron para que el camino pareciera sin
retorno. En un estadio de Primera División, un equipo filial demolía al Pucela.
Este, moribundo, se dirigió con admiración al club local para decirle, como si
no lo supiese, que esos chavales tienen futuro. Después, se acercó a los chicos
del filial y les dijo que son muy buenos pero que les queda mucho por delante,
que se fijaran en sus mayores.
Cuarta Palabra: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”.
Veintidós minutos, 3 goles. Al unísono aunque cada uno –afición, jugadores,
cuerpo técnico…- por su lado se llevaron las manos a la cabeza. ¿Qué más decir?
Quinta Palabra: “Tengo sed”. En una extraña paradoja, los del Pucela
pedían agua de la real mientras tapaban goteras y achicaban la metafórica. Por un lado boqueaban deseando llegar al
descanso; por otro, no sabían cómo frenar las acometidas rivales. En la última,
cuando tenían ya la cabeza en el agua del vestuario, les llegó de la otra bien
fría en forma de jarro.
Sexta Palabra: “Todo está cumplido”. El Valladolid se había mentido
anotando un gol, un engaño que hizo creer que, entre las tablas flotantes del
naufragio, se podía encontrar el baúl en que se guarda la dignidad. Un cuarto
de hora duró la sensación. El gol del sevillista Ivi pateó cualquier atisbo de
salir de allí con la cabeza medio levantada.
Séptima Palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Lo escuchó
Herrera a principio de temporada en boca de Carlos Suárez. El sonido se
reverberaba en la afición. Se lo decían con un tono optimista, eran rostros
ilusionados. No en vano venía con el zurrón cargado de buenas experiencias.
Era, se decía, pensábamos, la mejor opción. Él lo asumió como un reto. Ayer, su
voz interior le susurraba un ¡tierra trágame! Pero el drama (o esperpento) no
había concluido. Todavía faltaba otro. Y llegó. Hoy esa vocecita debe estar dando
vueltas a si hizo bien en aceptar, a si hace bien en continuar. Suárez, el que
encomendó su espíritu, no tiene la respuesta, no sabe a quién entregarlo ahora.
Segunda palabra: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Salvo que sea con un poco recomendable, por efímero y falso, chute de cocaína
no encuentro la ruta.
El postrer gol pucelano no sirvió ni para adecentar una imagen que se acomoda
perfectamente al ominoso resultado. Sabemos que con frecuencia no es así, que
el resultado no es el reflejo fiel de lo ocurrido, ni en el fútbol ni en casi
ningún otro ámbito. No es el caso de lo que ayer pasó en Sevilla.
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