Estamos a apenas un par de semanas de introducir la variable 'Europa' en las conversaciones entre aficionados blanquivioletas. Las aguas del mar Rojo se separaron y, lejos de ahogarse, el equipo camina ahora sobre tierra firme con la sensación de hallarse protegido de cualquier mal. Somos seres así de emocionales. Cualquier análisis social o teoría política sustentado en la necesidad de un comportamiento estrictamente racional del ser humano tropieza con la realidad. Razón y emoción se mediatizan mutuamente. Así somos. Hace escasos ocho días, el Valladolid agonizaba. Enfrentaba entonces su partido con su espalda cargada de una secuencia de derrotas cuyo inicio se perdía en la memoria, de partidos sin siquiera haber anotado un triste gol. Ni en la imaginación de los más optimistas cabía manera alguna de atisbar cómo revertir tal situación. El calendario asustaba. El Valencia, por nombre; la Real Sociedad, por dinámica; el Osasuna, por consistencia; los demás, porque nos gana cualquiera. Ocho días. Una semana. Aquel resultado ralentizó –digo 'ralentizó' y no 'detuvo' o 'frenó' porque aún casi nadie percibía que la tendencia pudiera invertirse– la bajada a los fuegos infernales. Después, una semana de zozobra. De idas y venidas. Cada movimiento anunciado, un drama. Una tragedia, cada salida aplazada. Los diagnósticos, y casi ninguno bueno, se amontonaban sobre el aire de la ciudad. Con frecuencia, estiramos los afectos, las querencias, hasta sobreponerlos a criterios ajenos por más sentido que estos puedan tener. Así, también, somos. De repente, el mismo equipo dado por muerto hace nada, el mismo grupo que salió capitidisminuido del intercambio final en el mercado de enero, acude al feudo de la ejemplar y eufórica Real Sociedad y le planta cara. Podría haber escrito que obtiene el triunfo. Me pareció secundario.
En todo caso, consecuencia de un juego firme, valiente, de la óptima ejecución de un buen plan y de la pizca de suerte imprescindible para que nada se torciera. Lo que ha ocurrido, visto desde la perspectiva 'txuri-urdin', nos suena mucho por estas tierras mesetarias: están en su punto más alto, les rodea el entusiasmo, se enfrentan a un rival que consideran menor –así lo indica la clasificación–, a una víctima propiciatoria, y se dan el castañazo solo esperado por inesperado. Insisto pues, primera buena noticia, el Pucela plantaba cara, atemorizaba y no temblaba ante el tercer clasificado de la liga. Esa imagen hubiera sido suficiente para alimentar las expectativas, para borrarnos de la cara ese rictus abatido. Segunda buena noticia, el triunfo llegó por añadidura. Eso es material contable. Ocho días. Seis puntos. Otra posición, otra perspectiva, otra mirada. Ufanos y crecidos, corre prisa que pase el siguiente. El calendario estimula. El Osasuna, porque jugamos en casa; los demás, porque no hay quién nos pare. Ocho días. Al mismo entrenador atorado, cuyo barco había embarrancado, le creemos ya capaz de dirigirnos al mejor de los puertos. La plantilla de parches y remiendos no nos parece inferior a ninguna. Es más, los que llegaron, de los que desconfiábamos por desconocidos y los conocidos de los que desconfiábamos, a buen seguro consolidarán un bloque impenetrable. Ironías al margen, el partido de Anoeta permite abandonar –al menos durante un tiempo– las tierras de penumbra. Sin angustia, con margen de error, resultará más sencillo ajustar las nuevas piezas, armonizar la sintonía y, sobre todo, al fin ese es el sentido, disfrutar del día a día. Lo que no quita, eso nunca, para continuar siendo críticos y exigentes. Desde luego no todo se hizo mal en esos ocho días. Pero tampoco todo bien.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 05-02-2023
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