Comprendo que
multitud de personas no alcancen a decodificar determinadas querencias; al
final, a las gentes no aficionadas al fútbol les sorprende que los ventrículos
de buena parte del paisanaje aceleren o retarden su proceso de impulsar a la
sangre por sus sistemas arteriales en función de las vicisitudes de su equipo
futbolero. De forma similar, concibo que a los seguidores de los equipos
grandes les resulta ininteligible el apego a clubes que consideran menores, desde
tan alto no asimilan la conexión con un equipo que no aspira a disputar los
máximos honores, a ser considerado el mejor del mundo. Asumen tal inclinación
como excentricidad tangencial, apego cojitranco: ‘del Pucela, sí, ¿pero del
Barça o del Madrid?’ requieren en busca de la información perentoria que sus
meninges echan en falta.
Hasta que se me
abrió esta ventana en El Norte, me incluía en este segundo colectivo. Nací en
una provincia sin resonancia futbolera en los medios; en un pueblo, además,
demasiado lejano de la capital. Por algún motivo -no descarto que la razón
tuviera que ver con el deseo de abrazar la camiseta ‘menos querida’ en aquel
entorno- me incliné por el grande menor: un Barcelona que rozaba unos triunfos
que casi siempre se le escapaban, nada que ver con el de este siglo. Así, justo
tras la derrota blaugrana ante el Steaua en la infausta final de Copa de Europa
del 86, llegué a Valladolid. Un tipo – no está de más recordar el aserto de
Guillermo Francella encarnando a Pablo Sandoval en ‘El secreto de sus ojos’–
«no puede cambiar de pasión» y el blaugrana continúa encandilándome pero, en
este proceso, el Pucela se ha ido adueñando en no menor medida de mis latidos
en este asunto del balón, ‘el más importante de los no importantes’.
Es preferible,
apuntan aquellos aficionados, tal vez me sumé en alguna ocasión, bancar a
clubes que regalan alegrías casi cada semana. ¡Qué sandez!, admito hoy. Voy
prefiriendo no engañarme. Ser consciente de lo que cuesta todo, de lo falsa que
se muestra la euforia cotidiana. El descenso del Pucela se aproxima más a mí
que cualquier triunfo de un grande. No es más que otra cagada recordatoria de
las veces que uno tropieza, que cae. Y toca ponerse en pie aun con la certeza
de que más adelante se producirá otra caída que requerirá una nueva
incorporación y otra caída. Y auparse, y dejar, llegado el caso, que te ayuden
para poder continuar.
De la misma
manera, el Pucela, y yo, no necesitamos el falso refuerzo de sentirnos
superiores a nada ni a nadie, procuramos ser nosotros mismos para respetarnos
aun con la consciencia de que, de vez en cuando, nos perdemos el respeto a
nosotros mismos. Ningún aficionado elige al Pucela para presumir. Tal vez
porque, en su modestia vital, sin agarrarse a la contabilidad de títulos, tenga
cubierta esa faceta.
El día de este
desenlace, Javi Sánchez sintió que su rodilla crujía. Unió su desdicha a la
desgracia del club. Las lágrimas dibujaron una trayectoria de caída por sus
mejillas. Llanto personal, sollozo colectivo. Lágrimas que brotan y se secan y
viceversa. Vida desde la atalaya del Pucela, equipo periférico, ventana desde
la que se atisban y reconocen nuestros problemas.
Publicado en El Norte de Castilla el 26-4-2025