La, ya de por sí, escasa superficie de
la casa en la que amo y dudo se ha visto reducida súbitamente. Una cohorte de
primas, tíos, amigos y abuelas tras la trinchera de unas falsas pelucas y un
mantón de armiño, han dejado para Diego una cantidad de juguetes que no creo
que pudieran acarrear tres corrientes camellos. El crío, inerme, va y viene de
un juguete a otro desplegando su caudal de energía, me los muestra todos
mientras yo bastante hago con no pisar un coche o un robot marciano que mea a
la vez que baila el aserejé. Mañana de mañanita quedará un rescoldo de ilusión
y pasado mañana, a más tardar el jueves, millones de juguetes deambularan como
saco de huesos en busca de su inhumación. Vendrán otros que avivarán el ciclo.
La noche de reyes encuentra su sentido en una cultura de la escasez, pero en
nuestra caverna de neón exalta lo cotidiano: un niño abre la boca pidiendo un
coche y se la tapamos con el coche -a ser posible mayor que el del vecino-.
Hemos pasado de la abuela con veinte nietos, al nieto con veinte abuelas.
El tiempo de disfrute de un juguete es
directamente proporcional al tiempo que se le ha anhelado. Un juguete, como un
cumpleaños, deja de ser objeto de gozo si se celebra a diario. Ya no se desea;
se ve, se pide, se tiene, se amontona, se tira. Ilusión es el fetiche del día,
pero ilusión es el sueño de conseguir algo muchas veces negado, ilusión es
creer que una zapatilla es un barco y el pasillo el mar.
(Ilusión, para dos de cada tres niños,
es comer a diario; pero eso no hay rey mago que lo consiga).
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