Los animales, para preservar su vida y la de sus
congéneres, responden ante los devenires de su día a día con unas pautas de
comportamiento heredadas de sus ancestros a las que conocemos como instintos.
En el ser humano el desarrollo de la razón fue arrinconando dicho manantial.
Sin embargo, en determinadas respuestas sociales, sobre todo cuando el miedo
acecha, da la sensación de que algo queda de ese primigenio generador de estímulos
ya que el hombre busca respuestas contundentes y alejadas de cualquier
racionalidad ante problemas sibilinos. El primer paso siempre consiste en
presentar una enmienda a la totalidad porque entiende que la sociedad que antes
no cuestionó ya no le sirve de abrigo. Es una enmienda vacía, que no percibe
matices en ese todo que cuestiona y no aporta
más alternativa que un conjunto de generalidades vanas.
El primer tipo de respuestas nace ante la irrelevancia
de la política y, paradójicamente, pide su anulación. Su discurso siempre
necesita un chivo expiatorio en la proximidad al que achacarle toda la responsabilidad
y sus propuestas, precisamente por su poco peso, son fáciles de recoger por
quienes no tienen escrúpulos en hacer de esta rabia Mein Kampf.
Pero la sociedad no es tan
simple ni las soluciones fáciles aportan otra cosa que dolor. La respuesta a la
mala política no puede ser la eliminación de esta, sino la exigencia de crecer
en torno a las buenas prácticas. Ante la dificultad hay que apretar la razón y
silenciar el perverso mecanismo de los instintos.
El Real Valladolid llevaba
una docena de semanas sin conocer el sabor de la derrota, una secuencia casi
impecable, un paso firme. Hasta ayer. La primera parte del partido ante el
Córdoba arrancó como muchas otras. El Valladolid apelaba al juego de cocción
lenta, así le había ido bien a pesar de llevarse más de un susto en los
principios de los partidos. Quizá por eso estábamos tranquilos y a pesar de los
apremios teníamos confianza ciega en que las cosas fueran como tantas veces. El
disparo al palo o las paradas de Jaime parecían notas convencionales en el
guion de otro capítulo más de una serie de televisión, una magulladura en el
armazón de Mazinger Z o un ligero corte en la mano del Águila Roja. Dábamos por
descontado que el superhéroe al final siempre gana. Pero no. Esta vez no fue
así. Un gol en el minuto 33, la edad de la muerte de Cristo, el número que te
hace decir el neumólogo para comprobar el estado de los pulmones, fue decisivo.
Y aquí viene el quid de la cuestión, no lo fue por la herida sino por la
decisión facultativa. El galeno apeló a los instintos y ante la ausencia de
fútbol decretó el fin del fútbol por el que había apostado. Sí, es cierto, la
herida del gol fue sangrante pero la cura provocó el colapso
cardiorrespiratorio. Un equipo de fútbol es un ente complejo cuya fuerza constructiva
emana del centro del campo y eso es lo que hay que reforzar cuando vienen mal
dadas. Djukic se dejó llevar por la respuesta sencilla: falta gol, introduzco
otro delantero. A partir de ese instante el equipo llevaba la señal de la
muerte en la frente.
La ventaja del fútbol es que
se vuelve a estar vivo en el siguiente capítulo. Mientras este equipo no
reniegue de sus principios tiene a mano conseguir sus objetivos. Pero ha de
matar los instintos.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 12-02-2012
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