La Victoria va envejeciendo, los hijos se emanciparon y ahora, acosados
por jornadas laborales difícilmente compatibles con la crianza de sus hijos, requieren
de sus padres para cubrir los huecos de ausencia. La imagen no es, por
tanto, infrecuente en mi barrio. Una
niña que apenas levanta unos palmos del suelo tan pronto jugueteaba por la
plaza de San Bartolomé bajo la atenta mirada de su abuelo como correteaba hacia
él buscándole la mano. De pronto se queda quieta. A la vez que inmoviliza las
piernas, alza el cuello y mira hacia arriba. Baja de nuevo la cabeza, dirige la
mirada hacia sus brazos extendidos e, inmediatamente, busca la complicidad de
su abuelo.
- - Yayo, me han caído dos gotas.
El abuelo es consciente de mi presencia, de que he permanecido atento a
la escena, de que la actitud pizpireta de su nieta me ha provocado un gesto de
conchabanza. Sonríe; orgulloso, me sonríe.
- -Tiene apenas tres años, no sé si sabrá lo que es
la lluvia.
Miro a un cielo atiborrado de nubes -¡es tanto el tiempo que hace que no
llueve de verdad…!- con la esperanza de que rompa. Pienso en mi hermano y con
él en los sedientos agricultores, la ocupación –a juicio de Cicerón- más digna
para todo hombre libre. Pero no solo es la tierra la que padece la sed, las
ciudades lucen un techo sucio, una boina negra que atosiga los pulmones más
débiles y debilita los más fuertes.
El diálogo entre las nubes y el suelo no termina de producirse. Parece
que al cielo se le ha olvidado el oficio, que se le oxidó el mecanismo, que no
sabe llover.
-Y buena falta que hace.
Agua que apague fuegos en el noroeste, que enfríe el perverso calor de
las mentes de los que los provocan. Agua
para llenar los cubos de solidaridad de esa España real. La que nunca falla cuando
la necesidad aprieta. A España le fallarán muchos órganos, pero no el sistema
inmunológico, ese que se activa cuando la enfermedad, y el fuego lo es, pone en
peligro la vida.
Agua para mojarse. Agua para avanzar, para aprender que si se estanca en
las charcas de los apriorismos se pudre, huele mal, se convierte en insalubre.
Agua para que la niña en unos años pueda recitar a Machado cuando lleguen
las tardes pardas y frías de invierno. Monotonía de la lluvia en los
cristales.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 19-10-2017
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