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Del futuro nunca se supo mucho, pero ahora no sabemos nada.
Las incertidumbres pasadas parecen hoy poca cosa comparadas con los
desasosiegos presentes. Se lució el tal Francis Fukuyama cuando, a principios
de la década de los noventa del siglo pasado, tras la caída del bloque
soviético, auguró el fin de la historia entendida esta como lucha de
ideologías. El politólogo estadounidense, subido sobre la cresta de aquella ola
de la aparentemente triunfante democracia liberal, entonó un réquiem por el
resto de doctrinas políticas fenecidas a lo largo del siglo que concluía. Sin
rival, el modelo imperante habría de extenderse por los siglos de los siglos
amén para derramar paz y prosperidad a este errante mundo.
Fukuyama se guardaba una carta. En su texto ‘El fin de la
historia’ no pretendía cerrar la posibilidad de conflictos que cuestionasen
dicho orden político-económico sino que garantizaba un seguro asentamiento
definitivo debido a que la democracia liberal ya había triunfado en las cabezas.
Poco ha tardado el mundo en enmendarle la plana: aparecen síntomas de
agotamiento que amenazan con descabalgar a este jinete que camina presuroso en
pos de su próximo desastre. Síntomas, además, para oponerse con mayor firmeza a
las tesis del politólogo, de enfermedad autoinmune: el propio sistema
inmunitario del modelo triunfal, las elecciones, arrojan resultados que
demuestran que aquellas cabezas convencidas de la bondades de la democracia
liberal no lo estaban tanto. Los
ejemplos de sobresaltos tras recuentos electorales son ya muchos.
Ese es el primer paso, pero hay más. Francia, por delante
cuando de síntomas y efectos sociopolíticos se refiere, va ahora un paso más
allá y en sus calles bulle una ola de protestas que aún nadie se atreve a
definir porque se parecen muy poco a cualquiera de las anteriores. En el fondo,
catalogadas de una u otra manera, el alzamiento de los chalecos amarillos
frente al gobierno de Macron lanza al mundo la imagen de un duelo entre la
tecnocracia representada por el presidente francés y la desazón de la base del sistema:
una clase media que ve cómo se derrumban sus expectativas.
Viajamos sin brújula, pertrechados con torpes instrumentos
para una travesía en dirección a no se sabe dónde. Ni siquiera es seguro que caminemos
hacia adelante.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 13-12-2018
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