Algunos nombres acogen en sí mismos la esencia de lo sublime. Basta escucharlos para adivinar el elogio en la comparativa, la entidad de lo referido con tal apelativo. Durante toda mi infancia y adolescencia, 'Iribar' fue sinónimo de excelencia en la portería. Su memorial de paradas, su sobrio estilo bajo palos, su dominio del juego, del área, quedaron impresos para la perpetuidad en la memoria de los mayores. Los que apenas habíamos alcanzado una exigua decena de años cuando Helmut Senekowitsch, aquel entrenador austríaco de apellido impronunciable, relegándole al banquillo propició que adquiriese el rango de mito, no pudimos disfrutarlo en todo su esplendor. Pero de tanto escuchar sus cantares de gesta, asumimos que su desempeño superaba holgadamente el de cualquiera de los porteros que pudiéramos admirar en aquel presente. Por muy Arconada que fuese, porque «Iribar, Iribar, es cojonudo, como Iribar no hay ninguno». Eso sí, incluso los que solo presenciamos el ocaso de su carrera, asociamos su figura al negro riguroso de su indumentaria. De casi toda, porque las medias de los porteros de aquel pasado eran idénticas a las de sus compañeros. Así quería jugar yo. Y por eso me enfadé con mi madre cuando, tratando de reunir la ropa que me pedían en el internado, me trajo de Peñaranda unas medias de colores disparatados que en nada se parecían a los azulgrana que yo le había descrito.
El imponente 'Txopo' ha cumplido ochenta años. Y su equipo de toda la vida, el Athletic, uno de los más preocupados en que su relato mantenga un espacio para la tradición, ha pretendido homenajearle invitando a participar en la efemérides al resto de clubes solicitando que los porteros luzcan ese 'negro Iribar'. Hasta los árbitros se han adherido permitiendo excepcionalmente un gesto hoy antirreglamentario: los porteros de un partido han de vestir por obligación de diferentes colores. No es el único cambio, la estampa de aquellos porteros valientes, casi temerarios, dispuestos a chocar con delanteros pétreos, nada tiene que ver con la del guardameta de hoy al que se exige jugar bien con los pies y se le limita el uso de las manos. Al fin, cuando entra en juego la nostalgia, cuando pretendemos un regreso alusivo al pasado, nos ceñimos a lo estético, a lo simbólico, dejando de lado lo sustantivo.
El Pucela, claro, ha aceptado la invitación. No ha chocado la imagen de Asenjo vestido de negro, la suele utilizar. Ni siquiera habría necesitado el reclamo para que todos los ojos estuvieran pendientes de él: el ambiente previo apuntaba cierto recelo. Perdió la plaza de titular que se intuía de su propiedad. Masip se consolidó mostrándose con mejor nivel que cualquier año anterior. Cuando tuvo que volver, Asenjo fue parte activa (o pasiva, según se mire) en el naufragio vigués... No tocaba exacerbar las críticas, resultaba injusto, tras casi medio año inédito, juzgarle con severidad por un solo partido. El partido ante el Espanyol se presentaba como una reválida. Y ni la pasó ni la dejó de pasar. Los 'pericos', salvo por un disparo que tenía que despejar y despejó, salvo por un remate imparable a última hora y que acabó en gol, no fueron pregunta digna de examen, ni le inquietaron. Yo lo firmaría para cada partido, pero me da que la realidad diferirá de mis deseos, que el Real Valladolid requerirá una óptima versión del Asenjo que suponemos –no del que fue, por descontado– para escapar de las tres últimas posiciones, para espantar temores sobre su nivel, para vivir con cierto sosiego si eso es posible siguiendo al Pucela.
Iribar ha llegado ya a los ochenta. Es pasado. Pero es presente. Lo es porque nada crece habiendo olvidado lo que antes fue sublime. Todo gran portero ha recogido y exhibe el legado de los grandes que le precedieron.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 05-03-2023
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