El pasado pesa; por momentos, abruma. Su ineludible presencia demanda a cada cual la carga de
unos fardos plúmbeos, de unas sacas de tacto molesto; un engorroso trajín. El
presente, en su afán por encontrar un espacio libre que posibilite continuar el
camino, estiba esa carga, la acomoda; pero le resulta imposible ignorar la
mercadería acumulada. En ocasiones, de tan saturado como se halla el ánimo, el
alma, el espíritu o como quiera que se denomine ese interior nuestro, carece de
sentido la expresión ‘la gota que colmó el vaso’ porque el vaso viene de
antemano colmado, no le cabe una gota más. Cualquier menudencia vertida a
partir de entonces rebasa la cabida del recipiente, supera sus bordes, cae,
moja hasta, gota a gota, lágrima a lágrima, empapar. Un ‘entonces’ ampliamente
superado por una afición, la del Valladolid, que no encuentra espacio para
almacenar más decepciones. Las que llegan -y llegan- se amontonan, se
desparraman, sepultan, incapacitan hasta para respirar. Los silbidos de la
grada, un aire que surge del aplastamiento, de la compresión provocada por el agobiante
bagaje, informan de ese hastío. Con
ellos, la afición, esencia -lo permanente, por definición- del club, muestra
que sus pulmones absorben y expulsan aire, que se mantiene la vida, que cabe
esperanza. Los pitos son los de una afición que no digiere una eliminación
copera ante un equipo de tercera. Y no la digiere, no por falta de raciocinio
para asumir que el fútbol es un deporte en el que lo imprevisible hace acto de
presencia, un juego dispuesto a sorprender, sino porque la eliminación sucede a
una derrota en casa en una temporada inmediata a la anterior, la que laceró de
forma tan cruel que la herida tardará años en cicatrizar.
Si además la
primera mitad deja al descubierto todas las miserias, los temores se agrandan,
la piel se eriza, la (poca) ilusión se encrespa. Los pitos, que ya venían de
casa, se reverberan al tropezar ante la misma e insistente razón que los
provoca. El rival te abruma, los tuyos manifiestan impericia para desempeñar su
profesión. Algo, que, de tan ilógico -en otros momentos, en otros equipos, han
demostrado alguna cualidad que ahora se esconde- denota la presencia de
factores que sobrepasan lo estrictamente futbolístico: ausencia de confianza en
ellos mismos, en sus compañeros, en la idea.
Y de repente…
Permítanme que les diga que nunca supe interpretar este fenómeno. Jugué, hace
mucho, pero jugué. Y aun así no termino de explicarme como un equipo -el
Granada en este caso- que supera al rival en lo físico, en lo táctico y, al
menos aparentemente, en lo técnico se desagüe. Como si alguien se mirase
orgulloso, se mostrase encantado de sí mismo, alcanzase algún logro y, en vez
de mantenerse como esa persona que se respeta a sí misma, decide empequeñecerse
para proteger lo conseguido. El Pucela creció o, insisto, le permitió el
estiramiento el recogimiento del Granada. Podría, hasta ahí alcanza mi certeza,
comprender que un equipo que se ha mostrado inferior, incluso que lo sea, en un
arrebato, en un empellón de cinco o diez minutos, arrinconase al superior;
pero, ¿revolver una dinámica completa?
Nunca resolveré
esa duda, desconozco qué porcentaje del cambio he de atribuir al mérito
pucelano y cuál apuntar en detrimento del equipo nazarí, de Pacheta, su
instructor. El empequeñecimiento alcanzó tal extremo, el nerviosismo por el
miedo al sentir que se disipaba lo que poco antes daban por descontado infundió
tal zozobra, que atenazó a los de las franjas rojas horizontales hasta el punto
de que uno de sus jugadores metió la mano, o sea, metió la pata, dónde y cuándo
no correspondía. Lo mismito que la jornada previa, pero, en este caso, a favor
del Pucela. Imagino a Almada parafraseando a Job pero invirtiendo los términos:
un penalti me lo quito, un penalti me lo devolvió. Bendito penalti. Los
silbidos cesaron. Pero permanecen. Como la herida. Las heridas.
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 5-11-2025
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