Los anhelos de compartir mesa y mantel con
la superpotencia se han convertido en el polvo que ya es aquel avión
desvencijado que dejó en su camino la vida de 74 personas. De doce apenas nada
sabemos, no eran de aquí; en los noticiarios vende menos el sustantivo
“persona” que los adjetivos “español” o “militar”. Cuando, además, ambos se
asocian el calamar chorrea el chapapote de la quintaesencia de la patria.
Decía que los sueños de grandeza de las
Azores no son sino otra más de esas eternas campañas de imagen que pretenden
que veamos lo que no es. Megalómanos discursos que esconden un vacío de
capacidad. Declaraciones de guerra mientras los aviones caen por su propio
peso. No es cebarse ante la adversidad, es, simple y llanamente, el fracaso de
una concepción de la política. Ésa que aparenta un gran pilotaje en las rectas
pero que suelta el volante cuando el camino se curva.
Al final se han llenado páginas enteras
explicando lo que ocurrió o con generalidades humanitarias como excusa. Pero la
gran pregunta que nadie responde es qué necesidad existe de enviar soldados a
pacificar si previamente no se crea una guerra.
Ahora queda un amasijo de hierros, las
lágrimas de unos hijos, el dolor eterno de unos padres... la ausencia para sus
parejas.
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