En un sábado agosteño en un hospital
de Ávila los segundos se suceden agónicos; tan exhaustos como yo mismo cuando
enfilo el camino a la casa de mis padres. Dos besos, mañana hablamos. La cama
que me abrazó a diario en mi niñez me recoge. El silencio, sinfonía de los
ausentes, se torna en bálsamo para los rescoldos de mi cuerpo. Mi padre
enciende la tele, su oído también envejece,
y el sonido se esparce por la casa. Oigo “medalla de plata para una
atleta palestina”. Mientras invitaba al sueño a que me venciese intentaba
adivinar en qué prueba habría conseguido la medalla. Quizá en vallas, acostumbrada a sortear obstáculos cotidianamente, a lo mejor en lanzamiento de
peso o jabalina tras repetido entrenamiento durante la intifada, podría ser en
una prueba de resistencia muchos años ensayada hasta convertir su fuerza en
entrega fanática, quizá en marcha acostumbrada a caminar sola y desamparada a
pesar de las múltiples promesas de apoyo nunca recibidas. Con esa duda me
levanto, Alicia había dejado el periódico en la mesilla, lo abro y leo “medalla
de plata para una atleta palentina”.
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