Con el rugido de los motores de un
millón de coches resuena el esbozo de un re-inicio, esos trazos difusos con los
que se perfila un curso que en todas las mentes se aventura como feliz y que
mes a mes se tiñe de más de lo mismo, de círculo vicioso, de dejà vu. Es un
perpetuo, inmarcesible y pertinaz astillado de nuestras vidas esperando a un
Godot, persiguiendo a un futuro perfecto que nunca llega. Y mientras,
competimos, consumimos y permitimos hacer.
Septiembre es el primer mes del año
real, los días se decoloran y muestran el paisaje herrumbroso de una jornada
laboral. En agosto hablamos de nosotros mismos como si fuésemos una plantilla
de fútbol “he aprovechado el verano para descansar, para renovarme, para
prepararme, para afrontar con garantías la próxima temporada”. Pero septiembre
es el pórtico al frío invierno, al abrigo, al hielo. Unos días de falso sol, de
ferias y fiestas son el frontispicio; el lado externo de una puerta condenada a
permanecer tercamente cerrada los próximos once meses. Once meses dejando jirones de existencia en
la fábrica o en la oficina para insatisfacer tanta estupidez creada
artificialmente y llamarlo realización. Ya hemos perdido; hemos organizado
nuestras vidas para el trabajo, guarderías para aparcar al niño mientras
trabajamos, asilos para almacenar al viejo improductivo, planes de estudio que
forman empleados dóciles, ciudades para que el coche nos conduzca a la fábrica
y al comercio. Sin espacio, sin tiempo... sin alternativas. Vendimos nuestra
libertad a la empresa a cambio de un salario. Vendimos nuestra libertad.
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