Ayer, con la compra de este periódico, se
regalaba un ejemplar de ese texto redondeado con el compás del miedo de unos y
otros, de otros a unos: la Constitución del 78. Así, ojeada y hojeada, no
parecía más que un contrato social moralmente superior al régimen cuartelero
precedente. Pero es una trinchera. Si sus renglones fueron alguna vez refugios
de concordia, lejano queda el día.
Hija de su tiempo, la Constitución no
debería ser más –ni menos- que un texto articulado que traza los ejes de la
organización de este tapiz de cuatro esquinas que llamamos España. Hoy, este
esbozo de nuestra voluntad de vivir en paz, es un arma cargada de pasado. Fea
se ha puesto la tarde; entre sus acérrimos enemigos y sus defensores a ultranza
la han colocado en un brete. Los unos sueñan abatirla al abordaje, los otros se
encastillan en su inmovilidad. Y ninguno la lee al completo. La han convertido
en un fetiche. Han reducido interesadamente la porfía al mínimo común divisor
de sus aspiraciones oníricas. Han sometido el valor de la Constitución a una
discusión agraria sobre lindes. Fronteras que traza la historia a sangre y
fuego. Para todos ellos la Constitución es, sin más, España, usurpadora
madrastra o amantísima madre.
El veneno del nacionalismo ha embutido el
debate en la ilógica de unos apriorismos surgidos de artificios insostenibles
racionalmente que idealizan mitos de vetustas arcadias felices o de
esplendorosos pasados imperiales, “utopías
compensatorias de las frustraciones de
las clases populares propuestas por élites que obtenían de ello beneficio
político” en palabras de Álvarez Junco. En este terreno no puede haber
lugar para el diálogo civilizado. Los parámetros tribales se contraponen a los
análisis de vertebración territorial que nos permitan avanzar por los tortuosos
senderos del progreso social.
Los nacionalismos disgregadores de Cataluña
y el País Vasco dibujan nuevas fronteras de viejas historias, de las mismas
viejas historias con que el nacionalismo español urde el tejido de su
indisolubilidad. Los primeros ven en la Constitución la rémora de sus anhelos,
no les vale; la otros pretenden blindarla de la erosión provocada por la
inexorable corriente de los cambios sociales. Como San Pablo, tras el topetazo
divino de aquel día que se cayó del caballo, han cejado en su empeño
perseguidor para convertirse en sus demiurgos.
A punto de cumplir veinticinco años es hora
de reparar en esos capítulos olvidados de la Constitución que hablan de derecho
al trabajo o a la vivienda. Contingencias olvidadas bajo chapapotes
fronterizos.
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