Una derrota pudo ser el detonante. El
ánimo, ese chófer borracho, me acercó a un brumoso paraje donde la niebla
mortificaba mi espíritu con juegos visuales. Los mitos históricos del club,
inaccesibles a mi memoria, trenzaban un juego rebosante, exquisito, procaz,
voluptuoso... con el que otros, en otros tiempos que nunca fueron, se solazaron
como yo no puedo gozar ahora. La envidia creó una desazón que tiñó de azabache
al rojo de mi sangre. Ya no era capaz de recrearme en ese pasado sólo
torturarme con las caras de quienes me arrebataron ese milagro.
Buceando en mi calina no podía sino llorar sin comprender que un triunfo no es más que un tránsito más espurio que esas funestas imágenes. Me puse en pie, intente avanzar, pero mi cuerpo, lánguido y muerto de frío, se insubordinó. Me recogió de nuevo el suelo donde Morfeo retozó tres días conmigo. Desperté. La niebla, cobarde, había aprovechado para fugarse. Huida esta, contemplé el valle y desde ahí pude divisar el cruel regalo de la realidad: un cura fecundaba a un billete que se multiplicaba una y mil veces circulando de mano en mano para posarse, indefectiblemente, siempre en la misma. Al fondo unas luces de las que manaban calles, en las calles unos comercios y en los comercios unos estruendosos bafles, como suplantando al flautista de Hamelin, vomitando estúpidos villancicos que creaban caudales amorfos de humanos con sonrisas de bisutería recién adquiridas. Los movimientos aturdidos de estos seres se asemejaban a los de las moscas ante la miel. Sus expresiones de alegría, entre candorosas e inconscientes, concluían al toparse con el estepario paisaje de una cotidianeidad a la que pretendían haber esquivado. Aterrado volví a casa. Mi equipo estaba allí cantando el himno “Sólo se puede amar a una entraña aunque se retoce con cien cuerpos”. Me abrazaron y pude recobrar un calor que la ficción ¿o la realidad? me había arrancado. Ese es mi sitio. Un asidero, una historia común que mitifica la previa y sueña la venidera. Juntos separamos la paja del grano. Siempre le he amado. Aunque perdiésemos siempre.
Buceando en mi calina no podía sino llorar sin comprender que un triunfo no es más que un tránsito más espurio que esas funestas imágenes. Me puse en pie, intente avanzar, pero mi cuerpo, lánguido y muerto de frío, se insubordinó. Me recogió de nuevo el suelo donde Morfeo retozó tres días conmigo. Desperté. La niebla, cobarde, había aprovechado para fugarse. Huida esta, contemplé el valle y desde ahí pude divisar el cruel regalo de la realidad: un cura fecundaba a un billete que se multiplicaba una y mil veces circulando de mano en mano para posarse, indefectiblemente, siempre en la misma. Al fondo unas luces de las que manaban calles, en las calles unos comercios y en los comercios unos estruendosos bafles, como suplantando al flautista de Hamelin, vomitando estúpidos villancicos que creaban caudales amorfos de humanos con sonrisas de bisutería recién adquiridas. Los movimientos aturdidos de estos seres se asemejaban a los de las moscas ante la miel. Sus expresiones de alegría, entre candorosas e inconscientes, concluían al toparse con el estepario paisaje de una cotidianeidad a la que pretendían haber esquivado. Aterrado volví a casa. Mi equipo estaba allí cantando el himno “Sólo se puede amar a una entraña aunque se retoce con cien cuerpos”. Me abrazaron y pude recobrar un calor que la ficción ¿o la realidad? me había arrancado. Ese es mi sitio. Un asidero, una historia común que mitifica la previa y sueña la venidera. Juntos separamos la paja del grano. Siempre le he amado. Aunque perdiésemos siempre.
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