Si hiciera caso a mis descreídos ojos y nada
más me preguntase, esos renglones de feligreses
escritos en las calles a lo largo de la semana santa obligarían a
reconocerme en medio de una sociedad henchida de un fervor religioso que, sin
embargo, el resto del año desmiente. Una contradicción nada aparente que en
principio me desconcierta.
Bajo las caperuzas de esas reatas de
penitentes que marcharon en filas de a uno se disimulan las caras de nuestros
vecinos mostrando resabios de una religión prescrita con analgésicos marca
dogma cuya modernidad se enarbola en pos de las treinta monedas que nos aporta
el gran fetiche futurista: el turismo. Mañana, cuando las tallas reposen en sus
aposentos cotidianos y muchos escondan sus convicciones religiosas para mejor
recuerdo en el mismo armario donde guardan almidonada la túnica de sayón, los
hosteleros harán cuentas.
Pregunto por los motivos que llevan a esa
fascinación parareligiosa y una palabra está en la boca de todos: tradición.
Tradición es lo que une la fe de mis mayores con los usos de ese hoy que campa
rampante. Tradición como la que llenará en primavera las iglesias de novios que
darán el si quiero al fuego de un altar al que no se volverán a acercar.
Tradiciones inmarcesibles huecas de contenido que perfilan nuestras costumbres,
se transmiten según nuestro carácter pero no reflejan las inquietudes. ¿O es
acaso ese Jesús cuya muerte se conmemora el modelo al que se aspira?
Mas la tradición no crece sola, hay que
regarla con el agua de sustantivas campañas institucionales, a falta de sol y
playa buenos son cristos yacentes para abarrotar los hoteles de la ancha
Castilla (y León). Cierto que es una buena tajada de ingresos y un acicate para
el estímulo económico -siempre de unos más que de otros- y no seré yo el que lo
critique. Pero resulta paradójico el empeño en mostrar la imagen de un modelo
de espiritualidad a los que sólo se dejan seducir por el clink de la caja.
En la semana santa los miembros del
sanedrín, fariseos y saduceos, junto a los comerciantes que fueron arrojados
expeditivamente del templo, celebran con ojillos acongojados la muerte de quién
les despreció. Sus cabezas, sin embargo, disfrutan del espectáculo escatológico
que protagonizan, según ellos, las mismas turbas que pidieron la libertad de
Barrabás.
Paradojas de una religión muerta de futuro,
gracias a Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario