Yo entiendo a Hitler, aunque comprendo que hizo cosas equivocadas, por supuesto». Estas intempestivas palabras del director de cine danés Lars von Trier en una rueda de prensa en Cannes le perseguirán hasta después de su muerte. No importa que al día siguiente aclarara que «lo de Hitler era una tontería, pero no pude explicarlo bien. Y sonó estupido, era una ridiculez si lo sacabas de contexto». Miguel de Unamuno estuvo toda una vida justificando el que inventen ellos, «al decirlo no quise decir que hayamos de contentarnos con un papel pasivo». El caso es que esas tres palabras escritas en 1906 y dirigidas al europeísta Ortega y Gasset se convirtieron en un estereotipo al que muchos se agarran, con más frecuencia de la debida, pretendiendo definir una supuesta idiosincrasia hispana y, de paso, culpando al bueno de don Miguel del atraso tecnológico. Ni una cosa ni otra tienen razón de ser.
Lo cierto es que, a pesar del escaso apoyo que la ciencia ha recibido en España a lo largo de los siglos, no son pocos los inventos que han sido paridos por mentes patrias. Alguno nos sumergió en el fondo del mar, el submarino, otro nos acercó al cielo, el autogiro. Unos contribuyeron al disfrute, la guitarra, otros todo lo contrario, el arcabuz o el cóctel molotov. El laringoscopio, la radio -por más que le atribuyan el mérito a Marconi-, la calculadora digital...
Pero seguimos instalados en el victimismo y el aserto unamuniano nos viene pintiparado. Ironizamos con una supuesta incapacidad para la ciencia y nos regodeamos en ese barro alimentando la leyenda de que la inventiva española se reduce a insertar un palo en algo ya inventado. Unos muñecos de plomo ya existentes fueron colocados en hileras y atravesados por unas barras metálicas, había nacido el futbolín. La bayeta obligó durante siglos a arrodillarse para fregar el suelo, enganchada a un palo nos permitía limpiarlo y permanecer erguidos. Fregona se llamó la cosa. Caramelos hubo toda la vida, el aporte peninsular fue ¿lo adivinan? sustentarlos con un palo, desde entonces los niños saborean el chupa chups.
Ortega y Unamuno mantuvieron durante un lustro una polémica que enfrentaba a dos supuestos caminos: el que pretendía europeizar España o el que deseaba españolizar Europa.
Entre los partidarios del segundo se encontraba un hombre que trataba de inculcar este desiderátum a su hijo. Ellos inventarán mucho, le decía, pero aquí vivimos mejor. Y también descubrimos cosas que les produce mucha envidia. ¿Cómo cuáles?, inquirió el niño. Nosotros inventamos la siesta, replicó, orgulloso, el padre.
Tras caminar unos segundos en absoluto silencio, como tratando de mascullar cada palabra escuchada, el chiquillo abrió, de nuevo, la boca y dijo: ¿cómo se produjo ese invento, papa? Una sábado de mayo del dos mil once, a las cuatro de la tarde, en el estadio José Zorrilla, jugaba el Real Valladolid un partido de fútbol contra el Nástic de Tarragona...
Cuando el partido concluyó supimos que el cuadro local había conseguido el triunfo, que los tres puntos consecuentes le acercaban a la clasificación para la promoción de ascenso. Es un hecho. Un hecho tan cierto como que el equipo parece haber perdido el golpe de pedal en el momento en que puede -debe- poner sordina al desvarío de temporada. La promoción no era el objetivo, todo lo más una mala senda para llegar a él. Quizá, seamos optimistas, la causa de este bajón sea el exceso de responsabilidad. Cuando los partidos son decisivos, las piernas y las cabezas se agarrotan en idéntica proporción. Que sea eso, si no...
Publicado en "El Norte de Castilla" el 22-5-2011
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