Desde hace mes y medio, en las calles de muchas ciudades españolas resuena el eco del mismo vacío que varias generaciones instaladas en el poder han horadado. Durante el tiempo en que las cosas parecían ir bien no existía descontento. Al fin y al cabo una burbuja te aísla del exterior y desde dentro poca gente es capaz de, siquiera, vislumbrar las amenazas que se ciernen. Pero ya estaban, y estaban tan vivas que se han corporeizado con un apetito lascivo.
Las calles, decía, se han llenado de indignados, la de los que así se hacen llamar y la de muchas otras personas que se encuentran tan anonadados como si Mike Tyson les hubiese propinado un directo en la mandíbula; con ganas de levantarse de la lona pero sin fuerzas para ello o, peor aún, con la sensación de que, en caso de conseguirlo, volverían a besar la lona tras otro zurriagazo similar.
La indignación condensada necesita un chivo expiatorio y, en este caso, lo ha encontrado en los políticos. Ellos son los responsables de todos los males, reciben todo tipo de invectivas y hacia ellos apuntan buena parte de las medidas que se propugnan. No faltan razones pero, si queremos rastrear la senda que aquí nos ha traído, hemos de realizar un análisis más exhaustivo y este nos diría que los políticos tienen mucho menos margen de maniobra del que incluso ellos mismos creen. El poder económico es mucho más fuerte que el político y, al fin y a la postre, es el que toma las grandes decisiones que caen como lluvia desde nubes dispuestas a distinta altura. En esta tesitura, sin poder pero muy cerca de quienes en verdad lo tienen, engrandecen su ego y liman sus escrúpulos para disponer -a cambio de prebendas que les hacen sentir lo que no son, aristócratas elegidos por un designio superior- de lo que el patrón necesite aunque esto sea desprestigiar públicamente su labor. En nuestro modelo, los políticos no son más que el culo en el que los ciudadanos podemos dar las patadas verbales que les corresponden a otros, son los sacos terreros de una trinchera en la que se guarda ese poder económico al que de un tiempo a esta parte hemos dado en llamar mercados.
En la microsociedad que es el Real Valladolid, Carlos Suárez era el político, la cara visible, el culo, los sacos. Sin embargo no era más que un 'mandao'. Los dueños eran otros, las decisiones venían de otra parte y, aunque a él se le escuchase, nunca tenía la última palabra. La afición mostraba su indignación, veía cómo el club se difuminaba y temblaba cuando se ponía a pensar en su futuro. El lunes todo cambió súbitamente. Ahora, la cara y el poder son la misma persona, ya no hay excusas; lo que de hoy en adelante veamos será la línea que Carlos Suárez entienda como la correcta para el devenir de la entidad, sin cortapisas, sin labor de intermediación. El poder político ha echado un pulso, ha aguantado dimes y diretes y se ha hecho con el mando total. A la decisión no le falta valor, tanto como buen hacer ha de necesitar para salir airoso del empeño. Para mí, que nunca fui nada complaciente, se ha ganado el respeto y la mejor contribución que puedo hacer: seguir escribiendo con honestidad todo lo que vea y analizando sin más límite ni injerencia que mi propia capacidad.
Que no se olvide tampoco que las burbujas se crean por la suma de comportamientos inconscientes, imbuidos o no, de buena parte de la misma sociedad que ahora protesta. El papel de la afición es clave, siempre, para lo bueno y para lo malo. Parece que el túnel toca a su fin aunque aún queden kilómetros a oscuras. Salvo que, vade retro, todo sea otra maniobra del poder para no dar la cara y nos veamos, de nuevo, en las mismas.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 6-7-2011
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