Sentado en uno de esos pupitres
que cualquiera que tenga más de cuarenta años reconocería como suyo, borraba
las palabras escritas a lápiz en la cartilla de dos cursos atrás. Mi hermano
acababa de entrar en la escuela por primera vez y en su raquítica cartera
llevaba un cuaderno sin estrenar, un escaso estuche y una cartilla heredada. Se
sentó a mi lado -entonces en la misma aula vivíamos niñas y niños de diversos
cursos- y tímidamente colocó sobre la mesa lo poco que de casa había traído. Le
cogí la cartilla y me dispuse, goma en mano, a dejarla como nueva.
Muchas cosas han cambiado, no
podía ser de otra forma, en el terreno de la pedagogía. Se han producido
avances en el aspecto teórico, en la formación de los profesores y en los
medios disponibles. También en el social, teóricamente ya no hay niños sin
escolarizar. Pero este no es el barco que pretendo abordar en este artículo.
Voy a otra cosa: por primera vez, tras nueve años amontonándolos, alguien,
cargado de vergüenza, eso sí, me ha pedido los libros que usó mi hijo el curso
pasado. Por primera vez, yo he pedido libros usados para que él los utilice
este año. Nos habíamos acostumbrado a convertir en perecedero lo que no lo es,
hasta el punto de sentirnos arrastrados por el qué dirán. La necesidad ha
vuelto a imponer una lógica que tiene el mismo sentido en circunstancias más
favorables. Es más, los políticos erraron y los ciudadanos (no todos) hicimos
dejación, porque en los años de bonanza se deben construir los cimientos con que
sostener el techo con que guarecernos en épocas de tormenta. Las becas para
libros son un esfuerzo vano porque aumentan cuando menos se necesitan y
disminuyen cuando son imprescindibles. Ese mismo dinero, con una adecuada
política, hubiera servido ahora para que ningún niño se ponga rojo al no poder
tener todo el material requerido. Y casos habrá. Solo el buen hacer del
profesorado evitará que desde pequeños aprendan que todos son iguales, pero
unos más iguales que otros.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 13-09-2012
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