Treinta y cuatro años no son ni
muchos ni pocos, pero ven pasar mucha vida por delante. Tanta, que los que no
hemos superado el umbral de los cincuenta y cinco aún no éramos adultos cuando
se aprobó la Constitución que nos rige y que, hija de su tiempo, ahora parece
huérfana y desvalida porque en realidad nadie la quiere.
Nació triste, fue como esa hija
gestada por una pareja corroída por el desamor con el único fin de arreglar una
convivencia enconada. Consenso la llamaron, un nombre que no es otra cosa que
el miedo de unos a otros, el miedo a la libertad, a la diversidad de opiniones,
en fin, el miedo a la democracia. Debido a su falta de cultura política, los
padres prefirieron pactar los aspectos de la educación en los que podían llegar
a un acuerdo y dejar para nunca lo que parecía irresoluble. En los días en que
no hacía ni frío ni calor, podía salir a la calle con gorro y bufanda, obsequios de la abuela paterna, y
esos pantalones cortos que un día le regaló el abuelo materno. Un adefesio
asumido con el propósito de no discutir.
Nadie se atrevía a cuestionar los
defectos evidentes de esa niña idealizada: bajo un rostro amable, bajo algunos
aspectos destacables de su carácter, se escondían rasgos impuestos
genéticamente, los genes recesivos callaron ante las voces de los dominantes.
Nadie decía nada y la niña creció.
Hoy languidece, camina como los
elefantes por esa senda que saben que no tiene retorno, mientras escucha
piropos de los que no sienten ningún aprecio por ella, pero se han adueñado de
su cuerpo tras anular su alma y aguanta vejaciones de los que la
responsabilizan hasta de lo que no es culpable.
Muere, y quizá sea mejor así.
Porque en estas circunstancias no sirve de nada ampararse en un recuerdo como base
para la convivencia. Toca, sin miedo, poner sobre la mesa todos los asuntos que
se dejaron para un más tarde que ya ha llegado. Aunque haya que escuchar esas
cosas que nunca queremos oír.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 04-10-2012
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