La vida es una enfermedad crónica
que, inexorable ella, nos guía hacia la muerte. Incluso la ‘no vida’ conduce a
la nada, una piedra, más pronto o más tarde, será arena diseminada. Al menos
los seres racionales tenemos una potestad: sabiendo que la vida es limitada
podemos optar por desgastarla nosotros mismos o esperar, como la piedra, a que
sea el poder infinito del agua y el viento el que nos vaya convirtiendo en
tierrilla. A veces el aire y el agua desgastan tanto que, aunque aparentemente
veamos una roca, a poco que presionemos con los dedos, se desmigaja arrojándose
por un balcón. Un muerto aquí, una muerta allá, y otro, y otra. Muertos que,
contados de uno en uno, generan conmoción pero no crean alarma en la atmósfera
que pretende, implacable, seguir con su juego erosionador. Una mala forma de
remate a unas vidas que se lanzaron al suelo de la desesperación, un vuelo a la
nada que solo se puede tomar cuando al futuro dibuja láminas en negro.
Quizá, eso que pensamos que son
los elementos de la naturaleza, no son más que cuatro convenciones y somos
nosotros los que hemos asumido que las cosas solo pueden ser así. Pero, a lo
mejor, pueden ser de otra manera. Para comprobarlo no hay más que echar la
vista atrás y recordar frases tan lapidarias como las que ahora asocian huelga
y hecatombe. Hace menos de medio siglo, en USA, ante una convocatoria similar
la patronal decía: “¿Pagar el mismo salario a mujeres y negros? Las empresas no
pueden sobrevivir si las leyes del Gobierno nos ahogan”.
Por eso ayer se había convocado
una huelga, para que antes de ser arena podamos, al menos, elegir en qué orilla
del río queremos estar, para que la roca que se vuelva a formar a partir de
nosotros sienta de nuevo la vida y pueda poner al aire y al agua en su sitio. Para
no ser granos de arena solitarios sino una roca en potencia. Al fin y al cabo,
si la normalidad siempre acaba en muerte ¿por qué insistir tanto en ser parte
de ella?
Publicado en "El Norte de Castilla" el 15-11-2012
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