Los
niños sueñan que algún día recorreran el mundo y vivirán mil y una
peripecias. Después, viene en el lote del crecimiento, muchos se
tuercen, asesinan al aspirante a explorador y se conforman con un coche
más grande, una casa mayor y más dinero en el banco. En otros muchos
casos, al menos en momentos como este, Indiana Jones muere de muerte
natural porque la retórica del final de mes emborrona la lírica. Los
niños estudian y cuando abren el libro de Historia quieren ser el
Cristóbal Colón o Isabel de Castilla, Catalina de Medici o Iván el
Terrible, ven mapas de otros tiempos en que las fronteras nada tenían
que ver con las actuales y aparecían nombres como Ribagorza o Imperio
Austrohúngaro, y maldicen la quietud del presente envidiando a los
protagonistas de aquellos convulsos siglos. Luego crecen y son
conscientes de que están vivos en medio de una época apasionante, que no
es necesariamente sinónimo de buena, en la que las líneas de los mapas
bailan a ritmo de rap, no se apaga una guerra y se ha encendido otra y, a
la par, el avance tecnológico ha propiciado más cambios en las formas
de hacer y pensar que en varios milenios anteriores. Hasta hemos visto
la renuncia de un papa, un hecho tan insólito, que el Cometa Halley ha
tenido tiempo de visitarnos ocho veces desde que se produjera el
anterior episodio semejante. Los niños quieren el mar con olas, cuando
dejan de serlo se lavan los pies en la mar calma.
Los niños del Betis querían que el partido fuera un juego, los del Real Valladolid un trabajo. Los verdiblancos ponían en cada jugada la misma ilusión que se deposita en el zapato que se deja en el poyo de la ventana la víspera de Reyes, los blanquivioletas sabían que cualquier regalo no iba a caer en su alcoba y se empeñaban en gritar que los reyes (magos) son los padres. Unos querían emoción, los otros vivir sin sobresaltos. Los niños no consiguieron su propósito porque fueron niños, creyeron que los goles llegarían solo con desearlo pero les faltó plan, más allá de Beñat no correspondía el entusiasmo con la razón, el deseo con la inteligencia, las posibilidades con las certezas. Así atosigaron pero no infundieron pánico, consiguieron que el partido fuera un monólogo, pero a la hora de la verdad sobran dedos en un muñón para enumerar las ocasiones magras. El Valladolid supo resistir, y así, sin más, pies en el agua calma, se trajo un punto injusto pero no inmerecido. Un punto que estuvo a punto de volar si el lateral Peña no hubiera tenido, en el último instante, una reacción tan inverosimil como la renuncia de un papa: salir corriendo a proteger la portería cuando su portero, 1,96 de estatura, tenía franca ventaja para apresar un balón que caía del cielo. Peña explicó lo que es el compañerismo, saber en dónde puede fallar tu colega y estar presto para paliar los daños y aquí no pasa nada. Una de esas reglas que se aprenden en la plaza cuando uno está a medio camino entre el niño y el adulto.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 12-02-2013
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