Las voces llegan a mi habitación,
levanto la persiana y observo una muchedumbre que grita frases que empiezan por
NO. No a esto, no a aquello. Abro la ventana, me asomo y leo las pancartas.
Todas, casi todas, empiezan por un NO. No a esto, no a aquello. Espero, cuando
la manifestación (¿Desfile? ¿Procesión?) ha terminado me pongo el abrigo, hace
frío hasta en casa, y salgo a la calle. No tengo un destino definido, camino,
solo camino y miro los rostros de las personas con las que me cruzo. No percibo
chispa en sus ojos, no intuyo un gramo de ilusión, camino. Pienso en alguna
palabra que pudiera turbar esa triste sensación que no es tristeza sino desesperanza,
una frase que pudiera romper esa monótona desazón que no es desazón sino
derrota. Pienso, pero no doy con ella. Tengo las manos heladas, entro en un
bar, necesito un café que caliente las manos y la garganta, una sonrisa que
caliente el día.
A mis oídos llegan cenizas de una
conversación que mantienen dos hombres y una mujer que comparten la mesa de al
lado. No puede ser, dicen, no podemos seguir así. Me giro. La tele está
encendida pero sin volumen. Un subtítulo enmarca las palabras inaudibles de la
presentadora: los indignados toman nuevamente las calles.
Vuelvo a casa. Leo un periódico,
me sobresalta el titular. En España hay más de 6 millones de parados, los
mismos que había en Alemania, con una mayor población, cuando Hitler ganó las
elecciones. ¿Es posible, me pregunto, que aquí, ahora, pueda ocurrir algo
parecido? Me desasosiega la respuesta. La que doy a la pregunta y la que veo en
la calle. Hartazgo de noes y de indignaciones, toneladas de rabia y miedo que
de la mano provocan gestos temerarios pero solo gestos, miles de personas con la
fuerza intacta pero sin saber hacia dónde, ni cómo dirigirla.
Veo también personas,
organizaciones, que anticiparon esta situación, no son pocas, nunca estuvieron
quietas. Antes fueron llamados catastrofistas, ahora, medio con orgullo por
haber sido capaces de prever, medio con pánico ante tanta incertidumbre, se
preguntan qué hacer. El problema es que se lo preguntan en cenáculos
autocomplacientes, reductos en los que todos se dan la razón o se pierden en
discusiones bizantinas, burbujas de corrección política en los que nadie se
sale del librillo, pequeños braseros, abrigos raídos. A veces surge una
respuesta y se ponen manos a la obra, pero tampoco esa obra sale del círculo. Mientras,
en la calle, crece el hastío. Miro por la ventana. No la abro, hace frío.
Publicado en "Ultimo Cero" el 31-01-2013
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