Cuentan los que de la cabeza entienden, si es que de
ese adorno que remata el cuello entiende alguien, que uno de sus
mecanismos internos sirve para que nos evadamos de la realidad cuando
esta nos presenta un panorama desolador. Así andaba la mía viendo el
partido de ayer, buscando la evasión por el doble camino que niega la
realidad: zigzagueando para no ver lo que ocurría y recreando universos
paralelos. Recordaba el homenaje de los futbolistas del Pucela a Sisi
(historia del Valladolid) y, a la par, me preguntaba qué tiene que
ocurrir (o qué pasa) con la cantera (lo que debiera ser el futuro)
para que, estando lesionado (eso dicen) el mediapunta con los galones de
titular y con una lesión el llamado a sustituirle, el puesto sea
encomendado a un jugador dotado para otros menesteres.
El asunto
empeoraba, mi cabeza, en su atribulada huida, me alejaba del campo donde
no se intuía un proyecto de equipo para llevarme a las oficinas donde
no se ve un proyecto de club. Era como ir de Guatemala a Guatepeor.
Hasta que se produjo un milagro superior en grado al de la resurrección
de Lázaro. Porque si en aquel episodio que relata el Evangelio de Juan,
Jesús se dirige a su amigo muerto y con unas pocas palabras, Lázaro,
levántate y anda, es capaz de insuflarle la vida que había perdido, en
este la resurrección fue indirecta y, para elevar el mérito, colectiva.
La capilla ardiente del difunto blanquivioleta permanecía sobre el
césped de Zorrilla siendo velado con el debido respeto por el Sevilla.
Hasta que Juan Ignacio Martínez, ese entrenador que viste como lo haría
cualquier señor castellano para ir a misa, se dirigió a Álvaro Rubio y
le dijo: Álvaro, levántate y hazlo andar. El riojano se levantó y salió
al campo. El público recibió la noticia con el mismo entusiasmo con el
que cualquiera escucha la información meteorológica referida a Sumatra,
entre cero y nada. Unas palmas protocolarias a un jugador al que solo
valoraremos en su justa medida cuando por mor de la edad deje de ser uno
de los nuestros. Muchos de los que ayer acudieron al estadio seguirán
recordando los goles de Manucho y de Ebert sin saber con seguridad si
Rubio jugó o no. Le recordarán, eso sí, el día que pierda un balón,
escuchará silbidos cuando dé un mal pase, será acusado de lento cuando
llegue tarde a salvar el culo de un compañero desubicado. Pero a lo que
íbamos, Álvaro se levantó y, de repente, parecía que el Pucela, ante el
desconcierto de los visitantes sevillanos y la incredulidad de las
plañideras, nunca hubiera estado aquejado de mal alguno. Ya ven,
mientras las palabras de Jesús fueron pronunciadas ante la cara del
difunto y revivió solamente a uno, las de Juan Ignacio fueron
encomendadas a un tercero y sirvieron para, como escribía Miguel
Hernández en la elegía a Ramón Sijé, apartar la tierra parte a parte a
dentelladas secas y calientes, y hacer recobrar la vida a otras diez
personas. En estas anda mi cabeza, no sabiendo si afrontar una realidad
desoladora y huyendo de la realidad en busca de universos paralelos, o
asumiendo que no hay más cera que la que arde. O las dos cosas, quizá
Álvaro sea el engarce, la realidad que existe a pesar de lo poco que se
la valora.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 21-10-2013
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