Dos versiones de un mismo artículo, una más burra que otra.
No fue una agresión homófoba, claro que no, la policía tiene toda la razón. Los mandobles los hubieran recibido igual de haber sido unos sucios negros, unos moros de mierda, dos bolleras cogidas de la mano o un guarro melenudo con una camiseta de esas de la enseñanza pública. Dos hostias bien ‘das’ y un ¡Harriba España! con hache o sin ella. No, Adolfo y su marido no cobraron por maricones, recibieron por antipatriotas. Porque a ojos de estos simpáticos achispados, la patria es lo que queda después de barrer la escoria. Aman, dicen, a España, pero odian a los españoles que no sean de la única forma que ellos entienden de ser español: ser (dios nos libre) como ellos: dueños de una patria que se arroja a la cara del distinto, esencia de una España que golpea.
Más finamente, sin
necesidad de ir puestos hasta las trancas de vinazo, desde la bancada del
Partido Popular en el Congreso, dispararon con un ¡biba España! -con be o con
uve- al diputado de ERC Alfred Bosch cuando solicitaba un minuto de silencio
por Lluis Companys. La patria, de nuevo, se convirtía en excusa para escupir.
La paliza que
recibió Adolfo es una señal, pero el virus del miedo queda inoculado y parece
extenderse en medio de una complaciente impunidad. El grito del Congreso advierte
de que determinada forma de cantar a la patria es una amenaza. Puños de hierro
y guantes de seda. El mismo brazo.
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Una noche cualquiera, Adolfo
Infante paseaba con su marido por las calles de Palencia, tamaña afrenta no
podía quedar impune y ya hubo quien les dio la tunda que se merecían. Denunciaron,
pobres incautos, los hechos a la policía y esta emitió un informe clarificador.
No fue una agresión homófoba, fue, vamos a decirlo claro, una gamberrada propia
de dos alegres borrachines, Asunción, Asunción, echa otra de vino al porrón, y
a mí, como ya recordara el prócer Aznar,
nadie me tiene que decir cuánto vino tengo que beber. Adolfo, como la mujer del
boticario del pueblo de Gila al ver asesinado a su marido, ‘se enfadó el tío
asqueroso’ y a posteriori recibió la misma respuesta que aquella: ‘Si no sabe
aguantar una broma, márchese del pueblo’.
No fue una agresión homófoba,
claro que no, la policía tiene toda la razón. Los mandobles los hubieran recibido
igual de haber sido negros, moros, dos mujeres cogidas de la mano o un melenudo
con una camiseta de esas de la enseñanza pública. Dos tobas bien ‘das’ y un
¡Harriba España! con hache o sin ella. No, Adolfo y su marido no cobraron por bujarras,
recibieron por antipatriotas. Porque a ojos de estos simpáticos achispados, la
patria es lo que queda después de barrer la escoria. Aman, dicen, a España,
pero odian a los españoles que no sean de la única forma que ellos entienden de
ser español: ser (dios nos libre) como ellos: dueños de una patria que se
arroja a la cara del distinto, esencia de una España que golpea.
Más finamente, sin necesidad de
ir puestos hasta las trancas de vinazo, desde la bancada del Partido Popular en
el Congreso, dispararon con un ¡biba España! -con be o con uve- al diputado de
ERC Alfred Bosch cuando solicitaba un minuto de silencio por Lluis Companys. La
patria, de nuevo, se convertía en excusa para escupirle a la cara de otro.
La paliza que recibió Adolfo es
una señal, pero el virus del miedo queda inoculado y parece extenderse en medio
de una complaciente impunidad. El grito del Congreso advierte de que determinada
forma de cantar a la patria es una amenaza. Puños de hierro y guantes de seda.
El mismo brazo.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 24-10-2013
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