No
hace tanto, o quizá sí, de aquellos tiempos en que sólo había dos
cadenas de televisión. Podíamos elegir entre la primera y la uhacheefe
pero rara vez lo hacíamos porque estábamos la mayor parte del tiempo en
la calle. Cuando llegábamos a casa era para cenar y dormir. Menos los
viernes que, al no haber escuela al día siguiente, se ensanchaba un
poco, no mucho, la manga y, tras la cena, veíamos el Un, Dos, Tres.
Entre preguntas y canciones, entre multiplicaciones y calabazas,
aparecía, cada día con un disfraz, Antonio Ozores. Hablaba pero no se le
entendía y de eso hizo profesión. Arrancaba carcajadas con un humor con
un cierto barniz surrealista. Sus absurdos monólogos quedaron
almacenados en mi subconsciente de tal forma que ese recuerdo aparece
cuando escucho a muchos santones de la política o de la economía. Hablan
en un lenguaje tan artificioso que resulta ininteligible, sus
explicaciones del por qué pasa lo que pasa, son como las intervenciones
de Antonio Ozores pero sin hacer reír. Lían sus discursos como un gato
una madeja. Podríamos pensar que no somos lo suficientemente listos para
comprender pero no es el caso, en realidad ocurre que han encontrado un
lenguaje capaz de engullir palabras sin aportar nada, un idioma en el
que pueden decir a la vez so y arre y convencernos de la coherencia de
las dos órdenes dadas al mismo tiempo. De esta forma evaden su
responsabilidad, esconden los errores de sus análisis previos y, sin
rubor, se erigen en portavoces de la única verdad verdadera. Pero
resulta que su oficio es –debería ser- el contrario: explicar con
nitidez las cosas que afectan al común para que pudiéramos decidir con
un criterio más formado. Pero date, eso nos convertiría en más soberanos
y menos masa. Luego no (les) conviene.
No deja de resultar curioso, pero a la vez ilustrativo, que la
política se haya convertido en algo detestable para una parte importante
de la sociedad. Si de lo que se trata es de marcar las líneas por las
que nos hemos de regir, ¿a qué viene esa desafección? A la voluntad de
los que gobiernan, y entre los que gobiernan sumo al poder económico y
el político. El segundo no es, en este modelo social, más que una
comparsa que tiene un escaso margen de actuación: justo hasta ese punto
en que el poder económico puede sentir alguna molestia. Nuestros
gobiernos son meros gestores del capitalismo. El poder económico es el
que decide y se esconde. A ambos les interesa el desprestigio. A unos
para que, cuando vengan mal dadas, los políticos les sirvan de parapeto;
a los otros para que los ciudadanos nos alejemos cada vez más de los
centros de decisión y así puedan perpetuarse rotando cargos.
Cuentan que Garrincha, el mítico futbolista brasileño, mientras se
disputaba el mundial de Suecia en 1958, fue a comprar un aparato de
radio que le habría de servir para matar los ratos libres. Compró el
mejor y más moderno que encontró. Pero, hete aquí que, por más que movía
el dial para intentar sintonizar una emisora, no conseguía entender
nada de lo que oía. Un miembro del equipo técnico de la selección se
acercó a él y le dijo: te han engañado, te han vendido una radio en
sueco. El pobre Garrincha, frustrado, le preguntó que podría hacer, a lo
que el interlocutor le respondió: ‘yo sé un poco de sueco, a mí me
vendría bien’ y ofreció una cantidad insignificante de dinero por ella.
El futbolista, de perdidos al río, acepto y le vendió el aparato.
La radio es nuestra democracia, el poder que deberíamos tener y se lo
quedan otros. Las voces en sueco son los discursos incomprensibles con
los que esconden la realidad. El técnico es como la clase política que
sufrimos en Europa, dice que viene a ayudarnos y se queda con la radio.
¿Y Garrincha? Garrincha es el pueblo.
Publicado en "Último Cero" el 02-05-2013
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