A lomos de su
montura, Boabdil se aleja. El caballo no llega ni a trotar, porque el jinete no
tiene fuerza para mover los arreos. No tiene fuerza ni para girar la cabeza y
mirar por última vez aquella fortaleza que parecía teñida de rojo por el
reflejo de las luces de las antorchas. No tiene el valor suficiente para
enfrentarse a la visión de la imponente alhambra que se alza majestuosa, porque
esa sola imagen es la crónica de su derrota, de una derrota que le perseguirá
hasta el final de los tiempos. El que había sido monarca del reino nazarí
caminaba ahora hacia un exilio que no era más que la consumación de la pérdida,
la puesta en escena de una humillación, la muerte en vida. Visto de lejos es un
espectro que deambula en medio de la noche, de cerca no es más un despojo de
grandeza que se balancea según la voluntad del viento. Una lágrima recorre su
rostro avejentado de tanta pena. Aixa, su madre, cabalga al lado. El aroma de
su cara huele a rabia destilada, mira a su hijo con desprecio y replica a su
llanto: «Llora como una mujer lo que no supiste defender como hombre». No
sabemos si en realidad ocurrió de esta manera, es imaginable, en cualquier
caso, las respuestas del alma encogida de Boabdil, pero nadie estaba allí para
atestiguarlo. Pero, como a todo derrotado, la historia le juzgó de forma severa
convirtiéndole en un pelele propicio para ser manteado por los escribanos. Esas
supuestas lágrimas, la reprimenda de su madre -una mujer-, sirvieron a un
intrascendente escritor apellidado Echevarría, que vivió allá por el siglo
XVIII, para forjar la imagen de un rey débil y para asociar esa laxitud al
carácter femenino. Los hombres no lloran, ya se sabe. Hasta que lloramos. Hasta
que por fin pudimos llorar y afirmarlo públicamente: ni llorar es de débiles,
ni es de mujeres, ni, por supuesto, mujer y debilidad son términos sinónimos.
Ayer Zacharya Bergdich lloró todas las lágrimas del mundo. El jugador del Real Valladolid acababa de ser sustituido tras un fallo clamoroso que estuvo a punto de propiciar el quinto gol del Celta y se rompió por dentro. ¿Quién sabe qué pudo pasar por su cabeza? Seguramente ni él, pero el llanto nos conmovió y pudimos leer en cada sollozo párrafos que narraban la angustia de quien se sabe parte de un fracaso colectivo intercalados con otros que ahondaban en el hundimiento individual. Mientras, Juan Ignacio Martínez, ese entrenador que viste como lo haría cualquier señor castellano para ir a misa, miraba el partido como una vaca mira un tren: viendo que la cosa va muy deprisa y no sabiendo cómo embestirlo. Hacía rato que, en un visto y no visto, el partido ante el Celta se había convertido en una oportunidad perdida. Es de suponer que en el descanso tratase de imponer orden e infundir moral entre sus catecúmenos, es de suponer que en el segundo trozo de partido esperase el milagro de los panes y los peces. Lo cierto es que, si en algún momento lo esperó, tardó dos minutos en darse cuenta de que los milagros, milagros son. Bastaron tres minutos absurdos como un belga por soleares (Sabina dixit) para hundir cualquier ilusión. Un absurdo del que solo salimos tras las lágrimas de Zacharya. No hay más, no podemos más, no sabemos cómo hacerlo. A diferencia de Boabdil que se alejaba de Granada tras su inexorable derrota, la del Valladolid es aún reversible. Quedan cuatro partidos y con los dedos salen las cuentas. Lo malo es que si uno quiere imaginar la manera en que este grupo abotargado de hoy puede ganar un par de ellos, no se me ocurre cómo. Quizá las lágrimas no me dejen ver.
Ayer Zacharya Bergdich lloró todas las lágrimas del mundo. El jugador del Real Valladolid acababa de ser sustituido tras un fallo clamoroso que estuvo a punto de propiciar el quinto gol del Celta y se rompió por dentro. ¿Quién sabe qué pudo pasar por su cabeza? Seguramente ni él, pero el llanto nos conmovió y pudimos leer en cada sollozo párrafos que narraban la angustia de quien se sabe parte de un fracaso colectivo intercalados con otros que ahondaban en el hundimiento individual. Mientras, Juan Ignacio Martínez, ese entrenador que viste como lo haría cualquier señor castellano para ir a misa, miraba el partido como una vaca mira un tren: viendo que la cosa va muy deprisa y no sabiendo cómo embestirlo. Hacía rato que, en un visto y no visto, el partido ante el Celta se había convertido en una oportunidad perdida. Es de suponer que en el descanso tratase de imponer orden e infundir moral entre sus catecúmenos, es de suponer que en el segundo trozo de partido esperase el milagro de los panes y los peces. Lo cierto es que, si en algún momento lo esperó, tardó dos minutos en darse cuenta de que los milagros, milagros son. Bastaron tres minutos absurdos como un belga por soleares (Sabina dixit) para hundir cualquier ilusión. Un absurdo del que solo salimos tras las lágrimas de Zacharya. No hay más, no podemos más, no sabemos cómo hacerlo. A diferencia de Boabdil que se alejaba de Granada tras su inexorable derrota, la del Valladolid es aún reversible. Quedan cuatro partidos y con los dedos salen las cuentas. Lo malo es que si uno quiere imaginar la manera en que este grupo abotargado de hoy puede ganar un par de ellos, no se me ocurre cómo. Quizá las lágrimas no me dejen ver.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 29-04-2014
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