Algunas palabras, aparentemente halagadoras, esconden tras de sí un reverso cargado de perversión. En ese querer mostrar los aspectos positivos de alguien reside el intento por esconder las miserias individuales o colectivas. Sucede cuando, para enaltecer, se apela a ese elenco de características que se deberían dar por supuestas en quien ejerce determinada función, como si fuesen las que definiesen las virtudes esenciales requeridas para ello. En épocas electorales, por ejemplo, no es infrecuente encontrar voces que, para resaltar la capacidad de su ‘líder’, se refieren a su honradez o su enorme capacidad de trabajo. Cada vez que oigo algo así, y, ya digo, no son pocas, pienso para mí que, de poder replicar, diría al panegirista que, si ese es su criterio, presento la candidatura de mi madre para la Presidencia del Gobierno. Ella, honrada a carta cabal y con esa desmedida capacidad de trabajo común a casi todas las mujeres que fueron niñas en la posguerra, no desmerece, es más, desborda con holganza a cualquiera de los candidatos potencialmente referidos. Podía ser, sin más, una gracieta, pero el asunto va más allá: reclamar como factor diferenciador lo que debería venir en el lote se convierte en una denuncia a la situación del cuerpo descrito. Decir que tal candidato es honrado, solo tiene sentido cuando se sobrevive en tiempos deshonestos. Estas virtudes, a las que los teóricos llaman prepolíticas, deben ser el suelo sobre el que se sustenta el edificio, pero nunca el edificio mismo.
Mi madre, ya digo, honrada y trabajadora sin desmayo, tampoco podría jugar, a pesar de cumplir con ambos requisitos, en un equipo de fútbol profesional. Para ello se requieren otros valores, digamos, futbolísticos. Los aficionados, que de natural gozan de buen paladar para saborear las excelencias, cuando llegan los tiempos de frustración, encuentran en la falta de compromiso de sus jugadores la excusa perfecta para apuntar las causas de las derrotas. También algunos dirigentes –verbigracia el presidente Carlos Suárez tras el anterior partido del Pucela–, quizá porque no son capaces de mirar más allá que un simple aficionado, quizá para desviar la atención a un espacio en el que no habita. Pero rara vez el asunto de la acumulación de derrotas parte de la hombría, de la falta de compromiso o mandangas semejantes. En fútbol, lo que lleva al triunfo o hunde en el fracaso se puede cifrar en razones futbolísticas, de la misma manera que en determinadas formas de entender la política se hallan las causas de los fracasos de esta.
En este mismo sentido, cuando un jugador no consigue un rendimiento siquiera regular, sobre todo si su equipo colecciona decepciones, suele encontrar un cierto reparo escuchando esa ristra de perversos halagos. De Rodri se ha destacado su trabajo, su lucha; vamos, lo que se supone en cualquier profesional. El problema es que le falta el resto. Ayer, con un Pucela que parece que va encontrándose con el juego perdido, Rodri parecía un ente aislado más preocupado por las porfías que por el fútbol. De recuperar a aquel chaval que tanto prometía cuando era mozo –o sea, que de esto sabe–, el Valladolid incrementará cualquier expectativa. Si nos quedamos en que trabaja...
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