Los juegos dejan de ser juegos en cuanto los que lo practican son
conscientes de que alguien los está mirando. Sucede, de alguna manera, algo
similar a lo que enunciara Werner Heisenberg allá por 1925 en su ‘principio de
Incertidumbre’. Este físico alemán demostró que no existe la posibilidad de
medir experimentalmente, con precisión y de forma simultánea, algunos pares de
magnitudes -como la posición y la cantidad de movimiento de una partícula- ya
que cuando se consigue medir la primera se perturba la segunda, lo que modifica
su valor. Aquellos ojos vigías, con su
sola presencia, perturban, de la misma forma, el contexto y subvierten el orden
de las motivaciones de quienes antes pretendían divertirse en primera instancia
y después, si podía ser, ganar. A partir de ese instante, el simple
entretenimiento adquiere un carácter secundario y vencer, imponerse, mostrar
que uno es mejor que el otro, pasa a ser el objeto principal. El deporte puro,
más allá de algunos juegos de niños, por tanto, no existe; está contaminado por
los ojos que lo ven.
La segunda subversión llegó en el momento en que los ‘mirantes’ empezaron
a ser muchos más que los que los practicantes, en que la razón de ser del juego
no tenía más sentido que el deleite de las muchedumbres. Para ello, para
albergar a ese cúmulo de personas, fueron construidos los templos de esta nueva
religión. Allí los fieles, de tanto en tanto, se convierten en el músculo que
da vida a unas estadios que sin ellos no serían más que, como dijera Mario
Benedetti, un esqueleto de multitudes. Cuando se llenan, sin embargo, destilan
vida.
Supongo, por otra parte, que el deportista de élite se acostumbra pero
siempre caben saltos de nivel que, de darse, pueden abrumarle. Y un salto de
nivel, para un jugador de rugby en España, es practicar su deporte delante de veinticinco
mil personas.
En la suma de ambas cuestiones radica lo emocionalmente extraordinario
que fue el amancebamiento que ayer se produjo entre el rugby y el estadio José
Zorrilla. El estadio iba perdiendo músculo ya que el Real Valladolid, el
inquilino habitual, se desangra paulatinamente. El rugby, por muy ciudad de él
que sea Valladolid, se mueve en cifras mucho más modestas. Sin embargo, de la
mano, rugby y estadio han obrado el milagro y la fiesta estalló. Analizar las
causas que han confluido merecería un ensayo sobre la cultura pop y otro sobre
la necesidad que tiene el ser humano de buscar excusas para ponerse de acuerdo
en celebrar en masa. No sé si es un jarro de agua fría sobre la versión
oficial, pero además de una fiesta del rugby fue una de esos acontecimientos a
las que se acude para poder decir, años después, ‘allí estuve yo’. En cualquier
caso, más allá de la efervescencia, el rugby ha salido potenciado. ¿Cuánto? Lo
sabremos en unos meses, cuando constatemos si ha sido flor de un día o ha
quedado un poso que se medirá en forma de unas centenas de nuevos socios para
los clubes o en forma de más criaturas en las canteras.
Total, que la idea del amancebamiento caló y los dos equipos
vallisoletanos midieron lanzas en el mejor de los escenarios y en la mejor de
las circunstancias: un llenazo que, si las cuentas no salen mal, indica que más
de la mitad de los asistentes –entre los que me cuento- entendíamos de lo que
allí pasaba entre poco y nada. Para los no iniciados sorprendieron varias
cosas: una de las que más, la profusión de normas. Muchas de las conversaciones
en el graderío comenzaban con una pregunta de alguno de estos a algún otro de
los entendidos cuando el árbitro pitaba algo. Ha pitado un golpe de castigo por
una retención, un avant por pasar el balón hacia adelante con la mano, repetían
los que saben con cara de orgullo al principio y de estoicismo al final. No
pasmó menos ese silencio sepulcral que se produce cuando un jugador se dispone
a patear un golpe de castigo como muestra de respeto a este, o esos
amontonamientos que se llaman touche y que se realizan para reiniciar el juego
cuando el balón ha salido previamente por un lateral. Si lo tiran al medio, me
preguntaba, ¿por qué casi siempre se lo queda alguien del equipo que lo ha
sacado? Porque los de su equipo saben si lo va a lanzar cerca, al medio o al
final. La explicación me recordó aquel juego infantil del ‘churro, media manga,
manga entera’, con el que medio pueblo acababa arrumbado tras no poder soportar
el peso del otro medio sobre sus espaldas.
El partido, la excusa, se lo llevó El Salvador y, curiosidades de la
vida, sirvió para hermanar el preámbulo con el epílogo. Antes del partido, los
trabajadores de Lauky y de Dulciora quisieron hacerse oír. Ya saben, sus empresas
tienen intención de cerrar, se ven en la calle y pretendían, aprovechando la
presencia de diversos medios de comunicación, encontrar un altavoz. Dulciora,
precisamente, fue el primer y más duradero patrocinador de los chamizos. El
club pudo crecer, y salir de una época de penumbras para convertirse en un
referente, gracias a los mismos que ahora ven sus vidas tambalearse. Que la
fiesta no nos haga olvidar que el día a día es otra cosa, que celebrar no está
reñido con reivindicar que la ciudad del rugby pueda ser, sobre todo, una
ciudad de la que no haya que irse para poder sobrevivir.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 18-04-2016
El rugby, por muy ciudad de él que sea Valladolid,...
ResponderEliminarEl rugby, por mucho que Valladolid sea su ciudad...