Tras el entierro de mi abuela Jacinta fuimos a su casa del pueblo. La
tarde anterior, como todas, había terminado las faenas del piso de Madrid donde
vivía con sus hijas. Cuando estas llegaron, mi abuela, 93 años, dijo que se
sentía un poco mareada. Se sentó en el sofá y expiró. Ahora, las lágrimas
asaltaban los rostros. Algunos se sentaron disponiendo la cara entre las manos,
otros deambulaban de la cocina al salón, del salón a la cocina. Me levanté, me
acerqué a la camilla y sobre ella coloqué un bolígrafo y un papel. Firmad aquí
-dije- quienes queráis una vida y una muerte como la de la abuela. Una vida
larga, con sinsabores como no puede ser de otra forma si es vida -y más si es
larga- pero plena, un legado que recordaremos. Una muerte dulce, por sorpresa,
en pleno uso de sus facultades físicas y mentales; una muerte venida en un
momento en el que, aun pudiendo haber sido un poco más tarde, no se le puede
decir temprana. Irguieron la cabeza, afloró alguna sonrisa, todos queríamos. Natural.
Las despedidas duelen, claro, pero, dado que sabemos que nada es eterno,
que todo concluye, los humanos tenemos la capacidad de transformar ese dolor en
agradecimiento por haber tenido la suerte de compartir, de disfrutar y de
aprender de esa persona que ya no está.
El fútbol, como torpe metáfora de la vida, nos produce sensaciones
similares. Es triste saber que Álvaro Rubio se nos ha ido, tanto como grata la
consciencia de la fortuna que se nos ha dado con su presencia de blanquivioleta
a lo largo de diez años.
Una de esas frases hechas dice que el fútbol no tiene memoria. Falso. El
fútbol es algo olvidadizo a corto plazo; a largo, sucede todo lo contrario: es
básicamente memoria. De esa que tiene el poder de convertir lo efímero en
eterno.
Ahora mismo firmo que uno, me conformo con uno solo, de los recién
llegados nos deje dentro de diez años una herencia sentimental del mismo tamaño
que la que ayer rubricó el ‘maestro’.
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