Para conocer los orígenes del vocablo ‘atleta’ hay que viajar hasta la
antigua Grecia donde encontramos la palabra ‘athlos’ que viene a significar
combate o competición. El atleta es, por tanto, la persona que compite frente a
otras. Hay quien asocia ese ‘athlos’ con ‘athlon’, premio recibido por los
combatientes destacados. Atleta, atendiendo a este par de interpretaciones,
podría ser el simple competidor o el que busca el premio material en dicha
contienda. Aunque lo cierto es que, en aquellas primeras competiciones, el
premio de los atletas que resultaban victoriosos
era, nada más y nada menos, la gloria eterna que se simbolizaba en el momento
presente mediante la aclamación popular y la coronación con un tocado adornado
con motivos vegetales.
No es extraño este origen etimológico pues fue allí, en el ámbito helénico, donde se desarrollaron las primeras competiciones regulares de carácter deportivo -de las que tenemos constancia documental- desde el año 776 A.C. Es previsible, por tanto, que se vinieran celebrando desde mucho antes. Esas de las que existe registro se celebraban cada cuatro años en Olimpia, ciudad que dio nombre a los juegos (Olímpicos) y denominando ‘Olimpiada’ a ese cuatrienio que transcurría entre unos y otros. Posteriormente se fueron consolidando otras competiciones que se celebraron también de forma periódica: las más importantes (Olímpicos, Píticos, Nemeos e Ístmicos) forman lo que se conoce como Juegos Panhelénicos. En otros juegos, los Hereos, la participación era exclusivamente femenina.
Así, de cuatro años en cuatro años, la historia de los Juegos Olímpicos
continuó hasta el 393 de nuestra era (cuadran los números, en nuestra cuenta
del tiempo no existe el año 0). Un año antes, el emperador Teodosio I los había
prohibido al considerarlos paganos. Fue una de las consecuencias del Edicto de
Tesalónica por el que el cristianismo se había convertido en la religión
oficial del Imperio.
Quince siglos después se generó un movimiento con la pretensión de poner
en pie otros Juegos inspirados en aquellos. La idea germinó en 1896. Desde
entonces se celebran competiciones deportivas que respetan el nombre y la
periodicidad del original. A pesar de la variedad de deportes en los que se
compite, el atletismo (andar, correr, saltar, lanzar) siguió y sigue siendo el
más importante de los que forman el programa olímpico.
Para quien disfrute de los Juegos Olímpicos en la actualidad le puede
parecer increíble, dado el dominio africano en las disciplinas atléticas de
fondo y medio fondo, pero hubo que esperar 64 años, hasta 1960, para encontrar
un atleta de aquel continente recibiendo los honores de campeón. Fue en Roma,
casualmente en Roma, y en la maratón, la prueba más emblemática del deporte más
significativo. No podía ser un triunfo cualquiera. En la que fuera capital del
Imperio, en la capital del país que se había adueñado del suyo, el etíope Abebe
Bikila completó los 42.195 metros en poco más de dos horas y cuarto, menos
tiempo que nadie ese día, menos tiempo del que nadie había tardado en recorrer
esa distancia hasta ese momento. Y eso que ni siquiera estaba previsto que Bikila
corriese esa carrera, pero un golpe del azar, la lesión de un paisano, propició
su participación. Además, tuvo que correr la totalidad de la prueba sin calzado
alguno. No fue algo premeditado, ocurrió porque no se encontraba a gusto con
ningún par de zapatillas de las que le proporcionaba la empresa suministradora
de material. Así las cosas, decidió correr con los pies desnudos y así recorrió
las calles de Roma en las que pudo observar el obelisco de Axum, una
construcción erigida hace más de 1700 años en la etíope Aksum que se derrumbó
al poco de ser construida partiéndose en tres trozos. Las huestes de Mussolini,
tras haber ocupado el país trasladaron el obelisco a Roma en 1937.
Bikila recibió su laurel, pero en lo alto del pódium, no pudo escuchar el
himno de su país: la banda de música no tenía la partitura. A cambio tocaron,
vaya gracia, el himno italiano.
Cuatro años más tarde, esta vez calzado, Bikila repitió triunfo y récord
en los Juegos de Tokio. No pudo, sin embargo, con la altura de Mexico. En 1968
se tuvo que retirar. Una retirada que no mermó una gloria que poco pudo
disfrutar. En 1969, a resultas de un accidente de tráfico, sufrió una
paraplejia. Cuatro años después fallecería.
“Quería -dijo tras su triunfo romano- que el mundo supiera que mi país,
Etiopía, ha ganado siempre con determinación y heroísmo”. Con esa determinación
y aquellos pies descalzos fue capaz de mover hasta el propio obelisco de Axum que
regresó despiezado a su tierra de origen en 2005 para posteriormente volver a
ser levantado en Aksum, en el territorio que bien pudo ser el del reino de Saba.
Versión reducida publicada en la revista Umoya
Publicado en la revista UMOYA
Si quieres saber más sobre el trabajo que realiza esta organización puedes pinchar en el siguiente enlace: UMOYA
Hay que remontarse hasta la Grecia del año 776 A.C. para encontrar la primera referencia escrita sobre unas
competiciones deportivas regulares. Se celebraban cada cuatro años en Olimpia, ciudad
que dio nombre a los juegos. Así fue sucediendo hasta
el 393 de nuestra era (cuadran los números, en nuestra cuenta del tiempo no existe el año 0). Un año antes, el emperador Teodosio I los había prohibido al considerarlos paganos.
Quince siglos después se generó un movimiento con la pretensión de poner en pie otros Juegos inspirados en
aquellos. La idea germinó
en 1896. Desde
entonces se celebran competiciones deportivas que respetan el nombre y la
periodicidad del original. A pesar de la variedad de deportes en los que se
compite, el atletismo siguió y sigue siendo el más importante del programa olímpico.
Aunque
hoy parezca increíble, dado el dominio africano en muchas
disciplinas, hubo que esperar 64 años, hasta 1960, para que
un atleta de aquel continente recibiera los honores de campeón. Fue en Roma, casualmente en Roma, y en la
maratón, la prueba más emblemática del deporte más significativo. No podía ser un triunfo cualquiera. En la que fuera
capital del Imperio, en la capital del país que se había adueñado del suyo, el etíope Abebe Bikila completó los 42.195 metros en poco más de dos horas y cuarto, menos tiempo que
nadie ese día, menos tiempo del que nadie había tardado en recorrer esa distancia hasta ese momento. Y eso que ni
siquiera estaba previsto que Bikila corriese esa carrera, pero un golpe del
azar, la lesión de un paisano, propició
su participación.
Además, tuvo que correr la
totalidad de la prueba sin calzado alguno. No se encontraba a gusto con ningún par de zapatillas de las que le
proporcionaba la empresa suministradora de material. Decidió
correr con los pies
desnudos y así
recorrió las calles de Roma, en las que pudo observar el
obelisco de Axum, una construcción erigida hace más de 1700 años en la etíope Aksum. Las huestes de Mussolini, tras
haber ocupado el país trasladaron el obelisco a Roma en 1937.
Bikila recibió su laurel, pero en lo alto del podium, no pudo
escuchar el himno de su país: la banda de música no tenía la partitura. A cambio tocaron, vaya gracia,
el himno italiano.
Cuatro años más tarde, esta vez calzado, Bikila repitió triunfo y récord en los Juegos de Tokio. No pudo, sin embargo, con la altura de
Mexico. En 1968 se tuvo que retirar. Una retirada que no mermó una gloria que poco pudo disfrutar. En 1969, a
resultas de un accidente de tráfico, sufrió una paraplejia. Cuatro años después fallecería.
“Quería -dijo tras
su triunfo romano- que el mundo supiera que mi país, Etiopía, ha ganado
siempre con determinación y heroísmo”. Con esa determinación
y aquellos pies descalzos fue capaz de mover hasta el propio obelisco de Axum,
que regresó despiezado a su tierra de origen en 2005 para posteriormente volver
a ser levantado en Aksum, en el territorio que bien pudo ser el del reino de
Saba.
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