Hay instantes en los que somos testigos de un hecho aparentemente
nimio por su nula repercusión social, pero que encierra los elementos
necesarios y suficientes para plantear una serie de reflexiones que
bien podrían servir como materia para desarrollar
en un examen de filosofía o como núcleo de reflexión para encauzar una
tesis en el campo de la ética. Una de esas situaciones se produjo ayer
cuando el reloj apenas había descontado once minutos del partido que en
tierras andaluzas enfrentaba al Pucela con
la UD Almería.
El blanquivioleta De Tomás y Casto, el portero rival, corrían en sentidos opuestos en pos de un balón que avanzaba inexorablemente hacia un punto intermedio entre la posición de ambos. Una situación límite de esas en las que, si llega antes el atacante, podríamos dar el gol casi por seguro. Si, por el contrario, es el portero el que vence en la pugna, malbaratará la ocasión y resuelto el problema que se le presentaba. Una décima de segundo, todo lo más, es el filo que dirimirá si es uno u otro quien conseguirá su propósito. En este caso, fue Casto quien logró alcanzar el objetivo, pero por un margen tan exiguo que no consiguió golpear el balón en la dirección, ni con la contundencia que hubiera deseado. De Tomás, por lo ajustado del lance –y también porque los delanteros cada vez apuran más en estos trances con el consiguiente riesgo para los porteros– no evitó el contacto con su rival. Así las cosas, la pelota cayó en los pies del blanquivioleta Moyano que veía la portería almeriense desguarnecida. Casto, desubicado, pretendió evitar el riesgo agitando los brazos como aspas de molino mientras gritaba exagerando su dolor. El ligero golpe, los exagerados aspavientos, el sereno caminar nada más levantarse, hacen pensar que el portero fingió y lo hizo con un doble propósito: presionar al árbitro para que señalase falta y apelar a la ‘deportividad’ del oponente poniéndole ante la fea tesitura de rematar a puerta con el portero lastimado en el suelo. Sucedió lo primero, el árbitro señaló una falta que seguramente fue, pero el silbatazo no resta pertinencia a las reflexiones propuestas.
El blanquivioleta De Tomás y Casto, el portero rival, corrían en sentidos opuestos en pos de un balón que avanzaba inexorablemente hacia un punto intermedio entre la posición de ambos. Una situación límite de esas en las que, si llega antes el atacante, podríamos dar el gol casi por seguro. Si, por el contrario, es el portero el que vence en la pugna, malbaratará la ocasión y resuelto el problema que se le presentaba. Una décima de segundo, todo lo más, es el filo que dirimirá si es uno u otro quien conseguirá su propósito. En este caso, fue Casto quien logró alcanzar el objetivo, pero por un margen tan exiguo que no consiguió golpear el balón en la dirección, ni con la contundencia que hubiera deseado. De Tomás, por lo ajustado del lance –y también porque los delanteros cada vez apuran más en estos trances con el consiguiente riesgo para los porteros– no evitó el contacto con su rival. Así las cosas, la pelota cayó en los pies del blanquivioleta Moyano que veía la portería almeriense desguarnecida. Casto, desubicado, pretendió evitar el riesgo agitando los brazos como aspas de molino mientras gritaba exagerando su dolor. El ligero golpe, los exagerados aspavientos, el sereno caminar nada más levantarse, hacen pensar que el portero fingió y lo hizo con un doble propósito: presionar al árbitro para que señalase falta y apelar a la ‘deportividad’ del oponente poniéndole ante la fea tesitura de rematar a puerta con el portero lastimado en el suelo. Sucedió lo primero, el árbitro señaló una falta que seguramente fue, pero el silbatazo no resta pertinencia a las reflexiones propuestas.
La primera de ellas, más coyuntural, tiene que ver con la
percepción de los hechos en función de los colores. Existe un
generalizado acuerdo en el desacuerdo. El aficionado del equipo que se
beneficia de la triquiñuela loará a su jugador y resaltará su
inteligencia y picardía. El del rival le acusará de conducta
antideportiva. Si los papeles cambiasen, buena parte de los opinantes
modificaría sus planteamientos. Olviden el fútbol, miren a su alrededor.
Comprobarán que lo que este deporte desvela es de uso
corriente en el resto de ámbitos. Escuchen a los representantes
políticos y verán cómo responden al mismo patrón. La retórica
justificadora sustituye a la ética.
Con la segunda, más profunda, de mayor calado, nos adentramos en el
territorio de los valores, del uso espurio de estos. Casto –y si no es
así, que me perdone– pretendió obtener una ventaja apelando con un
engaño a la deportividad de su oponente. Esto
es, procuró favorecerse invocando al otro unos valores radicalmente
opuestos a lo que su comportamiento delató. De esta forma, y ya digo, no
se limiten a valorar la jugada concreta que es posible que hasta pueda
haberme equivocado con el ejemplo, las grandes
palabras se erosionan y la sociedad, paulatinamente, se empobrece.
Palabras como ‘libertad’, ‘igualdad’ o ‘democracia’ cada vez nos dicen
menos porque se han erosionado al usarse con demasiada frecuencia para
obtener beneficios propios o atacar al rival. El
problema llega cuando incluso quienes creen en el sentido más potente
de esos conceptos deja de hacerlo al sentir que se ríen en su cara. Si
estas palabras pierden su contenido, el contenido no tendrá quien lo
defienda. Ni nosotros.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 08-05-2017
Publicado en "El Norte de Castilla" el 08-05-2017
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