Mientras por estos lares faltaban apenas tres semanas para que se
muriese en la cama el dictador Franco, una banda aún desconocida que
respondía al nombre de Queen presentaba su disco ‘Una noche en la
ópera’. Los cuatro chavalejos iconoclastas que componían
el grupo inmediatamente gozaron de un reconocimiento internacional que
jamás perderían. El disco nacía con buen pie desde la elección como
nombre del título de una de las más geniales películas de los hermanos
Marx. Pero más allá del homenaje, el aldabonazo
que les abrió todas las puertas de la gloria futura lo dieron con una
de las canciones que integraban dicho álbum: Bohemian Rhapsody. El tema,
desde luego, desconcertó tanto por una letra aparentemente hermética
como por una composición musical que va dando
saltos de un estilo a otro. Muchas vueltas ha dado la Tierra desde el
día de su estreno y aún hoy siguen surgiendo teorías que pretenden
abordar el significado de la letra. Están desde los que la entienden de
una forma más o menos literal y la asocian con
el relato de ‘El extranjero’, una de las obras emblemáticas del
escritor franco-argelino Albert Camus, hasta quienes –en la confesión a
la madre del asesinato de un hombre– interpretan que Freddie Mercury se
refería a él mismo como el asesinado y pretendía
así hacer pública su homosexualidad. La música, por otra parte, hacía
honor al nombre de la canción: efectivamente se trataba de una rapsodia
al modo de los románticos del XIX: de una composición formada por partes
bien diferentes que se unían a gusto del
autor. La canción arranca con un canto a capela, inmediatamente entra
el piano para dar paso a una balada, el sonido sube en intensidad y
arranca un solo de guitarra que de pronto cae para dar paso a un minuto
de ópera que se cierra abriendo la puerta al rock
que a su vez va dejando de ser para volver al inicio.
Los Queen consiguieron con una letra de apariencia incoherente y
con tal cantidad de estilos musicales un conjunto perfectamente
armonioso. Cosa nada fácil, vean si no a uno de los que pretenden
imitarles: el Real Valladolid. La letra de su trayectoria
es igualmente ardua, no sabemos a qué se refiere. Parece que quiere
jugar tocando el balón pero no queda claro si hay que entenderlo en
sentido literal o metafórico. El estilo musical, de la misma manera, va
dando saltos. Un partido suena con la armonía de
una balada, el siguiente parece un concierto de rock y, de repente, el
de después no llega ni a canción pegadiza del verano. Para superar a
Queen, para aumentar la dificultad del reto, ni siquiera sabemos cuándo
va a sonar uno, cuándo otro, cuando saldrá un
gallo y cuándo llegará el petardazo veraniego.
Hace quince días, cuando nos las prometíamos felices, llego el
inesperado tropezón vocal en Miranda. Hace tan solo siete, el Pucela
calentó las cuerdas vocales y nos ofreció una más que digna balada. Pero
cuando correspondía el salto a la excelencia de
la ópera o a la fuerza rockera, a los blanquivioletas no les sale más
que un temita que enseguida fue acallado por dos solos de batería del
rival: un Reus al que, a priori, solo se le otorgaba el papel de
telonero.
Con lo que había costado conseguir ese privilegio de depender de sí
mismo, qué fácil se ha ido. El Pucela cayó ‘atrapado en un
deslizamiento de tierra’. Mal día para preguntarse si ‘esto es solo la
vida real o es solo fantasía’. Queda un último intento,
ahora que Villar se ha –o le han– borrado, la posibilidad de tener
posibilidades depende de una carambola.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 05-06-2017
Publicado en "El Norte de Castilla" el 05-06-2017
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