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Mis padres llevan unos días con la sonrisa puesta. Una
sonrisa que se habrá borrado allá por el veintitantos de agosto. Será por
aquellas fechas cuando mi madre me llame, o la llame yo a ella, y en su voz sentiré
de nuevo su pesar, el mismo que el del año pasado, que el del anterior o que el
del otro, al poner el pie sobre idénticas páginas del calendario. El sol para
entonces habrá frenado su ímpetu, se acostará visiblemente más temprano; el
cereal habrá desaparecido de la vista, ya dormirá almacenado, mientras la uva
aguardará impaciente el momento de su recolecta. El verde castellano será ya un
recuerdo y una esperanza; el amarillo, ese paisaje tórridamente pajizo en el
que, hasta visto en foto, resuena el canto de las chicharras, caerá en breve derrotado
por el marrón otoñal. La jarana habrá cesado, el telón de las fiestas habrá
caído, la ausencia de ruido revelará la presencia de un futuro imperfecto.