Arévalo, estación de ferrocarril, poco más de las ocho de la
tarde del día con el que se presenta el año, media docena de personas, frío
como para exportar.
Caminas, la estación bien alejada del pueblo; llegas, el
vestíbulo –que además de cobijo, da acceso a las taquillas o al baño-, cerrado.
El billete, pues, en la máquina; tampoco funciona. Al menos a vosotros, nos
dice una de las aventureras, si necesitáis mear, os vale con apartaros un
poquito. Se acercan las 20.35. En la pantalla de ‘próximas salidas’ aparecen
otros trenes que habrían de llegar bastante más tarde, pero ese no venía
anunciado. Susto, especulaciones, a ver si va a ser que. Ni un sonido de
megafonía. Resoplamos. La luz del tren se asoma. Menos mal. La sensación, no
obstante, es de abandono. No tanto del espacio como del servicio. Da la
impresión de que las gentes de esa España vaciada estorbamos a los grandes
planes. Mejor, que a esta parte de España la fueron -y la siguen- vaciando esos
planes, sus instigadores, sus -nunca mejor dicho- ejecutores.
Día siguiente, ayer, ya en casa, me entero de la odisea del
centenar y medio de pasajeros del media distancia Badajoz-Madrid. Tirados de
noche en mitad del campo. Travesía de un desierto real y metafórico con final
en las prisas de Madrid. Extremadura, paralelamente maltratada, responde
también silenciosa, igualmente quieta que sus vecinos a este y norte.
Aquí y allí no hay voces, nadie cuestiona orden alguno, se
confunde lealtad con docilidad y sumisión. Aunque a lo peor no es eso y,
simplemente, se ha interiorizado la mansedumbre como forma de vida, como mejor
recurso para ‘arrebañar’ algo aunque ese algo solo sean las sobras del rico,
como si este fuera el buen árbol al que arrimarse en busca del cobijo de una
buena sombra. Mientras tanto, se asiente. Una y otra vez. Quizá hasta el
hartazgo, cuando la respuesta, en vez de razonada y exigida, no pueda ser más
que un puñetazo en la mesa.
Las dos tierras del santo inocente Paco el Bajo languidecen
y nadie -o casi- levanta la voz ni por medio de las urnas, siquiera por probar.
Cuando hayamos perdido todo tren, cuando nada quede por
arrancar, cuando nadie falte por marchar, una losa recubrirá nuestro pasado con
un ‘¿qué vamos a hacer? Las cosas son así’ a modo de epitafio. Y una bandera en el balcón, que no falte.
Publicado en "El Norte de Castilla" el 03-01-2019
Pues sí, así son las cosas. Total, escuchas decir a la gente, son todos iguales y tú, así como con cuidado contestas, que eso habría que demostrarlo. Pero no, no hay narices para probar. Así nos luce y nos seguirá luciendo el pelo. Qué pena. Y sí, la bandera en el balcón que no falte.
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